Los pasillos del hospital eran un laberinto de sombras y secretos. Alejandro, Gabriela, Clara y Méndez avanzaban con cautela, con la sensación de que algo invisible se movía a su alrededor.
Los mensajes escritos en las paredes parecían seguirlos, apareciendo en cada nuevo corredor que recorrían.
"Nos quitaron los nombres."
"Nos enterraron vivas."
"Ahora despertamos."
Méndez, con su arma lista, soltó un resoplido.
—No me gusta esto. Ortega está perdiendo el control, pero ahora parece que estamos atrapados en el juego de alguien más.
Alejandro apretó los dientes. Sabía que Méndez tenía razón. Todo lo que creían saber sobre el hospital estaba cambiando demasiado rápido.
Las que escaparon no los estaban atacando.
Pero tampoco los estaban salvando.
La habitación de las huellas
Dieron la vuelta en un pasillo y se detuvieron en seco.
Una puerta abierta.
Era una habitación pequeña, iluminada por una luz parpadeante. Y en las paredes…
Marcas de manos.
Decenas. Cientos. Marcadas en la pintura con algo oscuro.
Clara dio un paso atrás, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.
—No… no quiero entrar ahí.
Pero Alejandro, como hipnotizado, lo hizo.
Gabriela y Méndez lo siguieron, dejando a Clara en la entrada.
Las huellas cubrían todo. El techo, el suelo, los muebles. Como si alguien —o varias personas— hubieran intentado aferrarse a algo antes de desaparecer.
Y en el centro de la habitación…
Una camilla con correas oxidadas.
Alejandro sintió una opresión en el pecho.
—Este era… un cuarto de aislamiento.
Méndez revisó las paredes con el ceño fruncido.
—¿Para qué tipo de paciente?
—Para alguien a quien querían borrar —susurró Clara desde la puerta.
Todos se giraron para mirarla.
—Las que escaparon… —continuó ella, con la voz temblorosa.
—Ellas no eran pacientes. No estaban enfermas. Eran prisioneras.
Alejandro sintió que el aire en la habitación se volvía más pesado.
—Ortega no experimentó con ellas como lo hizo con las criaturas —dijo Gabriela, atando los cabos.
—Ellas eran el experimento.
La historia enterrada
Méndez cruzó los brazos, su rostro endurecido.
—Ortega mencionó que el Proyecto Theta no era el primero…
—Esto era antes del Theta —dijo Alejandro.
—Antes de la Unidad Zeta. Antes de todo.
Clara miró las huellas en las paredes.
—El hospital nunca fue solo un hospital. Ortega… o la gente para la que trabaja, han estado haciendo esto desde hace más tiempo del que podemos imaginar.
Gabriela frunció el ceño.
—Pero si ellas eran prisioneras, ¿cómo escaparon?
Alejandro tragó saliva.
—No lo sabemos.
—Y no sabemos qué les hicieron —añadió Méndez.
El destino del hospital
De repente, las luces parpadearon con más intensidad.
Un sonido metálico resonó en el pasillo. Como si algo —o alguien— estuviera moviéndose justo fuera de la habitación.
Méndez levantó su arma.
—Nos encontraron.
Pero entonces, las bocinas del hospital emitieron un sonido estático… seguido de una voz.
No la de Ortega.
Era ella.
La líder de las que escaparon.
Su voz resonó por todo el hospital, firme y oscura.
—La jaula ha caído.
—El cazador se convierte en la presa.
—Este hospital nos pertenece ahora.
Alejandro sintió un escalofrío.
—Dios… —susurró Gabriela.
Clara, con los ojos muy abiertos, negó con la cabeza.
—No. No nos están advirtiendo a nosotros.
Todos la miraron.
—Le están hablando a Ortega.
Decisiones imposibles
Méndez se tensó preocupado.
—Si Ortega pierde el control total… este lugar se va al infierno.
Alejandro sabía que tenía razón. No podían confiar en Ortega, pero tampoco sabían si estas mujeres eran mejores.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Gabriela.
Alejandro tomó aire y miró a los demás. Solo tenían dos opciones:
Ir por Ortega y asegurarse de que pague por lo que ha hecho.
Intentar salir del hospital antes de que todo colapse.
Clara, en un tono apenas audible, murmuró:
—¿Y si ninguna de las dos opciones es correcta?
Silencio.
Nadie tenía una respuesta.
Porque por primera vez, no sabían si realmente había una salida.