Lumen: Donde la curación se transforma en horror.

Capítulo 33: Cazando al cazador

Alejandro sentía el peso de la decisión sobre sus hombros.

Podrían intentar huir. Podrían dejar que Ortega se enfrentara solo a las que escaparon y desaparecer antes de que el hospital colapsara en el caos absoluto.

Pero no podían hacerlo.

No después de todo lo que habían visto. No después de lo que Ortega había hecho.

Méndez fue el primero en hablar.
—Si Ortega sigue vivo, encontrará la manera de salirse con la suya. Tenemos que asegurarnos de que no lo haga.

Gabriela, aunque visiblemente agotada, asintió.
—Si lo dejamos escapar, todo esto habrá sido en vano.

Clara se quedó en silencio por un momento, pero cuando habló, su voz sonó segura.
—Vamos por él.

Alejandro respiró hondo y miró a los demás.

—Bien. Terminemos con esto.

El último reducto de Ortega

Sabían dónde encontrarlo.

La oficina principal, en el ala restringida.

Ortega había pasado años manipulando cada rincón del hospital desde ahí. Pero ahora estaba acorralado.

Mientras avanzaban por los pasillos, vieron los rastros del colapso:

  • Guardias desaparecidos.

  • Luces parpadeantes.

  • Puertas abiertas a la fuerza.

  • Cámaras de seguridad destruidas.

El hospital ya no respondía a Ortega.

Y él lo sabía.

Cuando llegaron a la última puerta que los separaba de su oficina, Alejandro se detuvo.

Algo no estaba bien.

—¿Por qué no hay guardias aquí? —susurró Gabriela.

—Porque Ortega ya no los controla —dijo Méndez.

Alejandro miró a Clara y asintió. Ella revisó los controles de la puerta, pero el sistema estaba bloqueado.

—Solo podemos abrirla desde adentro —murmuró.

Méndez levantó su arma.
—Entonces entramos a la fuerza.

El hombre detrás del monstruo

Con un fuerte golpe, Méndez pateó la puerta.

Se abrió con un crujido metálico… y encontraron a Ortega esperándolos.

Pero no estaba solo.

Estaba de pie junto a Ana, su asistente, que sostenía una pistola con las manos temblorosas.

Ortega no parecía el mismo hombre frío y calculador que habían conocido. Su rostro estaba pálido. Sus ojos hundidos.

Pero su voz… seguía siendo la misma.

—Tuvieron que venir hasta aquí, ¿verdad?

Méndez lo apuntó sin dudar.
—Tu tiempo se acabó.

Ortega sonrió.

—¿Mi tiempo? No, muchacho. El tiempo de este hospital es el que ha terminado.

Gabriela apretó los puños.
—Tus experimentos han destruido vidas. Has jugado con personas como si fueran basura.

Clara dio un paso adelante, su voz cargada de ira.
—Todo esto… las criaturas, las mujeres que encerraste, el Zeta… todo es culpa tuya.

Ortega suspiró y se sentó lentamente en su escritorio.
—Sí. Y lo haría todo de nuevo.

Alejandro sintió su rabia arder como fuego.
—¿Por qué?

Ortega los miró como si fueran niños ingenuos.

—Porque el progreso requiere sacrificios.

El silencio en la habitación fue ensordecedor.

Méndez tensó el gatillo.
—Dame una razón para no volarte la cabeza.

Pero entonces…

Ana movió su pistola.

Y apuntó a Ortega.

El verdadero traidor

Todos se quedaron inmóviles.

Ortega parpadeó lentamente.
—Ana…

Ella estaba temblando. Pero su mano no dudó.

—Nos mentiste —dijo, con voz baja pero cargada de odio.

Gabriela la miró con sorpresa.
—¿Nos?

Ana tragó saliva y giró ligeramente la cabeza hacia la esquina de la habitación.

Y entonces lo vieron.

En la penumbra, tres siluetas femeninas.

Las que escaparon.

Habían llegado antes que ellos.

Ortega ya estaba acorralado.

Ana miró a Alejandro.
—Él no puede salir de aquí.

Méndez asintió.
—Créeme, no lo hará.

Pero Ortega se rió.

Fue una risa seca, desesperada.

—¿De verdad creen que esto termina aquí?

Clara frunció el ceño.
—¿Qué hiciste?

Ortega levantó lentamente su tableta y la puso sobre el escritorio. En la pantalla, un temporizador parpadeaba.

00:04:12

00:04:11

00:04:10

Gabriela sintió su corazón detenerse.

—Dios…

Ana jadeó.
—¿Qué hiciste, Ortega?

Él la miró con una sonrisa torcida.
—Si el hospital ya no es mío… entonces lo enterraré con todos vosotros dentro.

La última cuenta regresiva

Alejandro se lanzó hacia la mesa y miró la pantalla.

Era un protocolo de autodestrucción.

Todo el subsótano… iba a colapsar.

—¡Tenemos que detener esto! —gritó Clara, revisando la tableta.

Ana se acercó apresurada.
—No podemos. El sistema no se puede anular desde aquí.

Ortega suspiró, como si estuviera satisfecho.
—Se acabó.

Méndez lo golpeó en la cara con la culata del arma, haciéndolo caer al suelo.
—¡Maldito hijo de puta!

Gabriela miró la pantalla con horror.
—Cuatro minutos… ¿qué hacemos?

Todos miraron a las mujeres en la esquina.

Ellas ya sabían la respuesta.

La líder de las que escaparon dio un paso adelante.

Miró a Alejandro y sonrió.




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