El hospital se derrumbaba.
El sonido de alarmas, chispas eléctricas y muros agrietándose resonaba en la distancia. Pero Ortega no oía nada de eso.
Solo escuchaba su propia respiración entrecortada.
Y los susurros a su alrededor.
No sabía cuánto tiempo había pasado desde que las que escaparon lo arrastraron fuera de su oficina. Todo estaba oscuro.
Sentía el suelo frío bajo su cuerpo. Su rostro ardía por el golpe que Méndez le había dado. No podía moverse.
Cuando intentó incorporarse, unas manos invisibles lo sujetaron.
—N-no… —balbuceó.
Los susurros aumentaron. Eran muchas voces.
A su alrededor, siluetas femeninas se movían entre las sombras.
Ortega sabía quiénes eran.
Y ellas también lo sabían.
—Nicolás Ortega —susurró una voz.
La líder.
Él intentó girarse, pero algo lo inmovilizó.
—Miren lo que queda de nuestro creador —dijo otra voz, con un tono lleno de desprecio.
Las sombras a su alrededor se agitaron riendo de forma aterradora.
Ortega nunca había sentido miedo real en su vida.
Hasta ahora.
De repente, las sombras se disiparon un poco. Una tenue luz iluminó la habitación.
Ortega reconoció el lugar al instante.
Era un cuarto de aislamiento.
Igual a los que había diseñado para ellas.
Las correas oxidadas colgaban de una camilla en el centro. Las paredes estaban marcadas con huellas de manos ensangrentadas.
Él mismo había construido este lugar.
Nunca pensó que acabaría en él.
—¿Dónde… estoy? —logró decir con voz temblorosa.
La líder dio un paso adelante. Su rostro estaba cubierto de cicatrices.
—En la misma jaula donde nos encerraste.
Ortega tragó saliva.
—Esto… esto es un error.
—No —dijo otra de las mujeres.
—El error fue pensar que podías enterrarnos y seguir adelante como si nada.
El juicio de Ortega
Las sombras se cerraron más a su alrededor.
Ortega intentó levantarse, pero las manos invisibles lo sujetaron con más fuerza.
Manos frías.
—¡Basta! —gruñó, intentando recuperar su tono de autoridad.
—¡Soy el doctor Nicolás Ortega! ¡Todo lo que hice fue por el bien de la ciencia!
Las risas se hicieron más fuertes y aterradoras.
—¿Por el bien de la ciencia? —repitió la líder, con burla.
Las demás se acercaron. Sus rostros eran distintos, pero todos compartían lo mismo.
Ojos vacíos.
Miradas rotas.
—Nosotras éramos humanas —dijo una voz.
—Teníamos nombres. Historias. Familias.
—Y tú nos convertiste en números en un informe —susurró otra.
Las palabras eran cuchillos.
Ortega intentó no temblar.
Intentó no demostrar su miedo.
Pero ya no era el hombre poderoso de antes.
Ahora, era una rata atrapada.
—Pensaste que nos habías eliminado —dijo la líder, con voz tranquila.
—Pensaste que nos habíamos pudrido en los túneles olvidados.
Ortega sintió la sangre helársele.
Ellas no debían estar vivas.
—¿C-cómo…? —susurró.
La líder inclinó la cabeza, estudiándolo.
—Nos convertiste en algo más. Algo que no podías controlar.
Ortega sacudió la cabeza frenéticamente.
—¡NO! Eso no era posible.
—Pero aquí estamos —respondió ella.
—Y ahora… queremos saber algo.
Se inclinó hasta quedar a centímetros de su rostro.
—¿Te arrepientes de lo que hiciste?
Ortega sintió su boca seca.
—Y-yo…
El aire en la habitación pareció volverse más denso.
Las sombras se cerraron aún más.
—Dilo. —La voz de la líder fue un susurro gélido.
Ortega abrió la boca… y mintió.
—S-sí.
La líder sonrió.
—Mientes.
Ortega sintió un frío indescriptible recorrer su espalda.
—Siempre fuiste un mentiroso —dijo otra de las mujeres.
—Nunca te importamos.
Las sombras se alzaron como una ola.
Y Ortega gritó.
El final del hombre que jugó a ser Dios
Nadie sabe lo que pasó en esa habitación.
Pero cuando las que escaparon salieron de la oscuridad… Ortega ya no estaba.
No había cuerpo.
No había sangre.
No había rastro de él en ningún lado.
Solo su bata de laboratorio tirada en el suelo.
Las mujeres caminaron en silencio por los pasillos, dejando atrás la habitación de aislamiento.
La líder se detuvo un momento y miró una de las cámaras aún encendidas.
Sabía que alguien estaba observando.
Y entonces, sonrió.
El hospital ya no pertenecía a Ortega. Ahora les pertenecía a ellas.