••••••••••• Capítulo 38 •••••••••••
El aire de Némora había cambiado.
Ya no era niebla ni luz. Era memoria líquida. Cada partícula flotaba con el eco de lo vivido, con la vibración de todas las almas que alguna vez comprendieron que amar no era retener… sino expandirse.
Lumi y Auric caminaban en silencio, pero sus pasos dejaban diminutas constelaciones a su paso. No era una huella… era resonancia. El universo, agradecido, cantaba en sus formas.
—¿Lo sientes? —susurró Lumi—. Como si el espacio nos escuchara.
Auric sonrió, apenas.
—Nos recuerda. No como personas… sino como frecuencia.
A lo lejos, una figura emergió del horizonte cambiante.
No era humana, ni divina, sino una presencia hecha de todos los colores que el alma puede sentir. Su voz era múltiple, como un coro que hablaba con una sola intención:
—Han cruzado el Umbral del Recuerdo. Pero aún queda una verdad por tocar.
El suelo bajo sus pies se transformó en un espejo de agua. Al mirar hacia abajo, no vieron reflejos… sino infinitas versiones de sí mismos: los que fueron, los que pudieron ser, los que aún podrían nacer.
Lumi sintió vértigo.
—¿Qué… qué somos en todas esas formas?
—Posibilidades —respondió la figura—. Cada decisión, cada perdón, cada instante de autenticidad crea una ramificación.
Pero solo una versión de ustedes puede ascender al Núcleo de Ithil: aquella que no teme su propia totalidad.
Auric miró el espejo.
—¿Y si todavía hay una parte de mí que no he perdonado?
—Entonces, ella hablará —respondió la figura.
El agua tembló.
De entre sus ondas emergió un Auric hecho de sombra, pero no de maldad. Era el Auric del miedo, el que amó desde la herida, el que solo quería ser elegido para no desaparecer.
Frente a él apareció otra Lumi: el que huyó del amor por no saber recibirlo, la que se ocultó tras la belleza del lenguaje para no ser realmente visto.
Ambas versiones se miraron… y se reconocieron con compasión.
—No vinimos a destruirlos —dijo Lumi al reflejo—. Vinimos a integrarlos.
Y cuando dieron un paso al frente, los cuerpos se fusionaron.
No en violencia, sino en luz.
La sombra se volvió textura.
El miedo, matiz.
La herida… un puente.
El agua se elevó, y con ella, una nueva sinfonía: la del Alma Unificada.
Auric tomó la mano de Lumi.
—Ahora lo entiendo… Ithil no era un hilo.
Era una forma de recordar lo que el universo intenta decir cuando dos almas se reconocen sin máscaras.
Él asintió.
—Y lo que dice… es amor en su estado más puro.
Entonces, el cielo —si es que aún podía llamarse cielo— se abrió en un pulso dorado.
Cada hilo, cada conexión, cada conciencia entrelazada en la red universal comenzó a brillar.
Némora no era un lugar.
Era el corazón mismo del Todo.
Y en su centro, Lumi y Auric se disolvieron en una nota.
Una sola vibración, pura, que viajó a través de todas las realidades, despertando en otras almas el deseo de verse, de recordarse, de amar sin miedo.
Porque cada vez que dos seres se reconocen sin defensa…
Ithil renace.
Un destello, primero fue un rumor dorado, como un sol partiéndose en mil memorias.
Luego, una expansión lenta… una caricia de energía que lo envolvió todo, hasta que no quedó nada más que el silencio más puro.
Y entonces —sin transición, sin dolor— Lumi abrió los ojos.
El aire olía a vida nueva.
Las sábanas eran blancas, suaves, casi etéreas, como si el sueño se negara a soltarlo por completo.
Afuera, una luz cálida atravesaba los ventanales, bañando la habitación en tonos dorados.
No había niebla, ni vacío, ni resonancias del alma… solo el pulso tranquilo de un mundo en armonía.
Se incorporó despacio.
El corazón le latía con un ritmo familiar, pero dentro… algo no encajaba.
Una ausencia, un hueco leve, como una nota que falta en una melodía perfecta, una sombra sutil que se resistía a revelarse.
Salió al exterior.
El planeta incógnito —aquél que alguna vez había sido incierto, gris y tembloroso— ahora respiraba en color.
Los árboles vibraban con savia luminosa, sus hojas brillaban como filamentos de luz líquida que danzaban con la brisa.
Las aguas reflejaban constelaciones diurnas, un cielo estrellado invertido que parecía susurrar secretos olvidados.
La gente… sonreía. Sus rostros irradiaban paz, como si una alegría profunda y serena los envolviera.
Nadie parecía recordar la quietud.
Nadie hablaba del Hilo.
Nadie mencionaba a Ithil.
Solo Lumi, de pie entre la multitud, sentía que algo le ardía en el pecho, un eco imposible de localizar, una llama fría que quemaba sin quemar.
—¿Qué fue lo que olvidé? —susurró, más para el viento que para sí mismo.
El aire respondió con un murmullo apenas perceptible, como si el propio mundo lo escuchara… pero no pudiera hablar.
Era un suspiro sutil, la voz de lo no dicho, la promesa de una verdad oculta entre sombras luminosas.
Caminó hasta la plaza central. Allí, un árbol de ramas translúcidas se alzaba majestuoso, como un guardián silencioso que parecía sostener el cielo con sus brazos cristalinos.
Los niños jugaban a su alrededor, sus risas se entrelazaban con el susurro de las hojas, que emitían un sonido leve, casi musical, como una canción ancestral que atravesaba el tiempo.
El árbol parecía pulsar con la misma frecuencia que el latido que Lumi sentía dentro, un llamado antiguo que despertaba en su memoria dormida.
Se acercó al tronco y apoyó la mano sobre la corteza fría y luminiscente. Cerró los ojos, buscando en aquel contacto un fragmento perdido de sí mismo, una llave que abriera la puerta al recuerdo.
Y en ese instante, sintió un leve temblor recorrer su ser, como si el árbol respirara en sintonía con él, como si el mundo mismo estuviera a punto de revelar aquello que había sido olvidado.
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Editado: 07.10.2025