Rondaba yo los siete años. Me encontraba con mi perrita Kiara en el patio trasero. Lucía un pelaje blanco con manchas negras; cuatro pintas en su cuerpo, una en la base de la cola y dos sobre los ojos, las cuales se extendían a la punta de cada oreja. Para mí, era la perrita más hermosa del mundo.
Aquella tarde corría de un lado a otro pasando por el barrial que las fuertes lluvias del día anterior dejaron. Saltaba y me revolcaba feliz como un cerdo en su corral. Tenía puestas las botas de hule de mi papá, me quedaron gigantes motivo por el cual me tropecé varias veces. Posiblemente parecí un payaso, pero no me importó, porque yo quería ser igual a mi papá y en ese momento me sentía grande como él.
Llevaba rato intentando que Kiarita se llenara de barro, cuando estuve a punto de conseguirlo resultó misión imposible, porque una voz desconocida me distrajo de aquel juego tan entretenido. Vociferó:
—¡Hola carajillo! ¿Está tu mami?
Quedé entumecido por breve tiempo. Una señora la cual nunca había visto se presentó inesperadamente en el patio trasero. Nunca olvidaría su rostro ni ojos marrones claros muy redondos. Su tez era clara, llevaba el cabello negro platinado por las canas amarrado con un moño. Era de estatura bajita y un tanto rellenita. En su cintura se encontraba atado un delantal con una vaca bordada y, de su cuello colgaba un rosario de madera.
Agarrado de una mano, le hacía compañía un chiquito quizás de mi edad. Altura similar a la mía, pero él a diferencia de mí era de tez morena. Sus orejas grandes llamaron mucho mi atención, y, al lado derecho de su nariz un lunar muy pronunciado el cual le daba un aspecto único.
Por obra y gracia del Espíritu Santo recordé lo que mi madre me repitió en más de una ocasión: “Nunca hables con extraños, porque existen en el mundo malas personas que robaban chiquillos en un saco para vender sus órganos”.
Al ver el niño, lo primero que pensé fue que la señora se lo había robado y, que probablemente también intentaría llevarme con ella para vender mis órganos. Sin pensar más corrí torpemente, dado a que las grandes botas me dificultaron correr con normalidad. Dejé atrás a Kiara temiendo en ese momento que se la robara, pero mi susto fue tanto que no me permití ni siquiera intentar llevarla conmigo.
Tiré con fuerza de las largas telas del vestido floreado de mi madre, quien en ese instante se encontraba aseando la cocina. Y con poco aire en mis pulmones por la corrida, grité:
—¡Mamita… hay una vieja afuera! ¡Por favor corre, se va a robar a Kiarita!
—¡Déjame ver cariño, espera aquí! —respondió espantada.
Vi como mi mamá corrió a rescatar a Kiarita, era una heroína.
Temeroso, esperé bajo la mesa, rogando a Dios que no se hubieran robado a mi cachorra. Como mi madre se tardaba más de lo esperado, lloré en silencio al pensar cómo sería mi vida sin esa linda perrita.
Por fortuna mi madre regresó a la cocina, con ella entre sus brazos a la perrita más hermosa del mundo. Rápido sequé mis lágrimas y salí debajo de la mesa, agregando al piso más barro del que había dejado por la suciedad de las botas.
Muy alegre corrí a ellas, pero el rostro que seguía sus espaldas me detuvo de inmediato. Se trató de la mujer del patio. Mi mamá no tardó en notar mi preocupación, se acercó a mí dejó un cálido beso en mi frente. De manera amorosa y tranquilizadora, expresó:
—¡Tranquilo cariño! Ella es Yolanda, la nueva vecina de la casita del lado. Y él es Jorgito, su hijo. ¡Viene a jugar contigo!
Me tranquilicé un poco ante lo que mi madre me planteo. No muy convencido decidí saludar a la señora Yolanda y a Jorgito con una sonrisa. Me quedé contemplando aquel niño, me llamó mucho la atención que él fuese de tez morena, contraria a la de su madre.
Pasé el resto de la tarde jugando con Jorgito, al cual con el pasar de los meses llegué a considerar mi mejor amigo. Con el pasar de las semanas, Yolanda se volvió muy querida para mí y mi madre, incluso la llegué a considerar una tía. Estoy seguro de que mi madre la quiso como la hermana que nunca tuvo, y, a diferencia de su hermanastra Gloria, Yolanda sí respetaba y admiraba a mi papá.
No existía día en que la Señora no visitara nuestra casa junto a su hijo, y si no lo hacían, entonces mi madre y yo íbamos a la suya.
Jamás olvidaré mi primer día de pesca. Un domingo papá me despertó muy temprano, aún el sol se hallaba oculto, y todo con la excusa de tener una linda sorpresa para mí y mamá. Bastante emocionado por la noticia tiré las cobijas al suelo, y salí de la habitación con mi padre cargándome a caballito sobre sus hombros.
Muy posiblemente mi madre sabía de la sorpresa, ya que estaba despierta a tan temprana hora, y todos acostumbrábamos a levantarnos pasadas las ocho de la mañana los domingos, ya que papá no trabajaba.
Acercándose dio un bostezo y dijo:
—¡Anderson, bébase este cafecito! Ahorita cuando se aclare un poco va con su papá y le ayuda a ensillar los caballos.
Ante esas palabras me atiborré de orgullo, creyéndome ya todo un hombre hecho y derecho. ¿Qué madre le pide a un hijo ayudarle a su padre a ensillar los caballos? Según imaginé en mi mundo ninguna lo hacía. Y sintiendo como la hombría recorría por todo mi cuerpo, me bebí el café de un solo, a como dicen, corcor, luego me tragué un pedacillo de tamal mudo que sobró del día anterior.
Estando con mi padre en los corrales, le pedí que me dejara ayudarlo, a lo que con una sonrisa aceptó mi petición. Dando enormes pasos se alejó de mí, yendo a donde colgaba las monturas y demás cosas utilizadas para poder ensillar los pencos.
Papá era dueño de los dos únicos y hermosos caballos en el corral. Pancho, un bello macho blanco con manchas marrón que abundaban la mayor parte de su cuerpo, muy alto siempre imponiendo respeto a quien lo miraba. Tenía fama de albergar sangre chúcara, pero rara vez se molestaba.