Luna Auxíliame

1. Memorias

Mi madre Nora, me contó en repetidas ocasiones; que mi padre Norman fue huérfano y que él creció hasta su mayoría de edad en un orfanato. Es obvio que también tuvo un pasado desgarrador, pero, estoy muy seguro de que eso no fue motivo justificable para que él me diera el trato que recibí. No después de demostrar lo buen padre y esposo que fue antes de la muerte de mi madre. De algún modo este pudo ser el golpe más duro a su corazón, quizás incluso más doloroso que el haber vivido su infancia siendo huérfano. A pesar de todo, siempre lo amé, pues era mi papito, y gracias a él y a mi madre llegué al mundo. Fuimos una familia muy feliz antes de que la desgracia nos acogiera.  

 Recuerdo a mi mamita, siempre linda y simpática. Le encantaba vestir sus vestidos floreados, tan largos que casi les llegaban a los tobillos, tenía uno color verde agua con flores grises y rosas, su favorito. Su larga y hermosa cabellera negra medio rizada le colgaba a la cintura y brillaba muy resplandeciente bajo la luz del sol. Era bajita, con preciosos ojos marrones oscuros, de manos y pies pequeños, y cuando sonreía se le marcaba un bonito camanance en la mejilla izquierda. Jamás olvidaré cuando encendía la radio por las mañanas a la hora que hacía los quehaceres del hogar, y se ponía a bailar de un lado a otro conmigo, y cuando yo me escondía para no bailar entonces lo hacía con la escoba, siempre alegre y sonriente.  

Mi papito, un caballero alto y fuerte, también de un cabello negro muy oscuro, pero sin un solo rizo, se les marcaban a ambos lados de la frente unas entradas un poquito pronunciadas por la falta de cabellera. Le encantaba tener su barba y bigote bien recortados, detestaba que le creciera de más. Fiel amante de las botas tenía una cantidad exagerada de pares, según él era uno de sus tesoros más grandes después de mi mamá y yo, aunque crecí dudando esto, de que yo era uno de sus tesoros. Reconozco que mi papito fue un hombre muy trabajador quien siempre se preocupó por que no faltara sustento en la casa.  

Luego de que mi padre salió del orfanato, a duros costos logró acomodarse trabajando como jardinero en la casa de los vecinos de mis abuelos maternos. Allí fue cuando mis padres se conocieron, con el tiempo se enamoraron y acabaron de novios. La familia de mi madre nunca quiso a mi padre, excepto el papá de mi mamá, quizás porque solamente tenía hijas y ni un solo varón. Mi abuelo vio a mi padre como el hijo que nunca tuvo. Al menos eso es lo que una vez mi madre me contó. Años después ella quedó embarazada del que sería su primer y único hijo “yo”.   

Desafortunadamente, un par de meses antes de que mi madre quedara embarazada, su papá falleció de vejez. Ese suceso obligó a mis padres un par de semanas después a mudarse a uno de los pueblos a las afueras de la ciudad. Y todo esto gracias a qué Matilde la madre o mejor dicho la madrastra de mi mamita y su hermanastra Gloria nunca estuvieron de acuerdo con la relación de mis papitos, además de que siempre consideraron a mi madrecita un estorbo en su hogar, aunque claro, mi abuelo nunca lo habría permitido.  

Un cuatro de agosto, fue el día en que mi madre dio a luz. Para entonces ya se habían mudado por segunda vez, pero entonces a un cómodo hogar propio que construyeron gracias a parte de la herencia que mi abuelo Anderson le dejó para ambos.  

Recuerdo muy bien, una vez mi padre me contó, sobre el día en que nací, él y mi madre tuvieron una memorable disputa en el hospital, todo para decidir el nombre que me darían. Mi madre quería nombrarme Carlos y mi padre Ramón, a fin de cuentas, lograron ponerse de acuerdo y me llamaron como a mi abuelo, al cual le tuvieron mucho cariño y respeto. Confieso, que, aunque nunca conocí a mi abuelo, me llena de orgullo llevar si nombre, después de todo, fue un gran hombre, siempre entendí las pocas veces que me contaron acerca de él. 

 

Rondaba yo ya los cinco años cuando una tarde me encontraba en el patio trasero con mi perrita a la cual llamé: Kiarita. Su pelaje color blanco con manchas negras la hacía tan hermosa; cuatro pintas en su cuerpo, una sobre la base de la cola y dos sobre los ojos las cuales se le extendían hasta la punta de cada orejita. Para mí, era la perrita más hermosa del mundo. 

Aquella tarde corría de un lado a otro pasando sobre el barrial que las fuertes lluvias del día anterior habían dejado. Saltaba y me revolcaba tan feliz como un cerdo en su corral. Llevaba puestas las botas de hule de mi papá, me quedaban gigantes, motivo por el cual me tropecé unas cuantas veces. Posiblemente me veía como un payaso, pero en ese momento no me importaba, porque yo quería ser como mi papá y en ese momento me sentí tan grande como él. 

 Llevaba buen rato intentando hacer que Kiarita se llenara de barro, pero bueno, eso fue misión imposible porque una voz desconocida para mí me distrajo de aquel juego tan entretenido según yo. Y vociferó: 

—¡Hola carajillo! ¿Está tu mami? 

Me quedé observando por un breve tiempo entumecido. Una señora preguntaba por mi madre. Nunca voy a olvidar su rostro; ojos marrones claros y redondos, de tez blanca, llevaba su cabello platinado amarrado con un moño. Era de estatura bajita y un tanto rellenita. Sonreía alegremente. En su cintura se encontraba atado un delantal con una vaca bordada y de su cuello colgaba un rosario de madera. Agarrado su mano lo acompañaba un chiquito quizás de mí misma edad, altura similar a la mía, pero, él a diferencia de mí mostraba una tez morena. Sus orejas grandes llamaban mucho la atención, y, al lado derecho de su nariz un lunar muy pronunciado el cual le daba un aspecto único. 

Por obra y gracia del espíritu santo recordé lo que mi madre me repitió en más de una ocasión:” Nunca hables con extraños Anderson, porque existen en el mundo malas personas que robaban chiquitos para vender sus órganos”. 




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.