Luna Auxíliame

2. Un suceso que lo cambia todo

Lo recuerdo muy bien, los sábados por las noches siempre compartimos juntos. Mamá y yo solíamos esperar en casa a papá. Lo recibíamos con un chocolate bien caliente, acompañado con el mejor pan casero, un pancito relleno de jalea de guayaba que preparábamos en el transcurso de las tardes. No existía fin de semana alguno en el que no se festejaba semejante banquete nocturno. 

Con el tiempo, llegó una época en la que papá comenzó a actuar de forma desigual a como solía comportarse normalmente. Llegaba tarde; o incluso no se presentaba algunos sábados, sino hasta el día siguiente, y cuando esto sucedía llegaba borracho, que yo, por ser un chiquillo aún no comprendía bien lo que eso significaba. Al verlo caminar tambaleante y escucharlo hablar enredado, llegué a pensar que quizás se había vuelto un poquito loco y lo consideré algo gracioso. 

Mi madre, muy decepcionada ante la conducta de mi padre, le reclamó en constantes ocasiones, suplicándole también, que por el amor que le tenía a ella y a mí, dejara esos vicios y esas amistades, ya que sólo estaban influyendo a destruir su vida, y por supuesto nuestra familia.  

Él siempre justificaba tales acciones, indicando que tenía derecho a salir con sus camaradas, que se lo merecía mucho por qué bien él se rompía la espalda trabajando día tras día de lunes a sábado para llevar sustento a la mesa. Lo peor de todo, es que no sentía nada de vergüenza al dar la cara después de sus acciones, porque como era de suponerlo, el siguiente día andaba de rogarle a mi madre para que le perdonara, asegurando que nunca más en su vida lo volvería hacer. Pero como es bien sabido por todos, cuando uno es esclavo de las malas acciones; por más que nos aseguremos a nosotros mismo no volverlas a cometer, nos vemos tentados incluso más rápido. Esa fue la situación de mi padre, repetía lo mismo casi cada fin de semana. Parecía una película rayada que no avanzaba de la misma escena.  

Mi mamita me decía continuamente que no me preocupara por papá, que él simplemente estaba teniendo días difíciles, y pronto volvería a ser el mismo de siempre. ¡Claro, fue lo que ella y yo anhelamos! 

Para disminuir nuestra preocupación al sentir la constante ausencia de papá, mamá me invitaba a salir con ella a contemplar la noche y el cielo estrellado. Esto no era algo solo los sábados, sino de casi todos los días, ya que papá trabajaba hasta muy tarde. Solíamos tender una sábana en el patio trasero, y allí nos acostábamos un largo tiempo, hasta que caía dormido. 

Siempre cantábamos una hermosa canción a la luna, la cual habíamos compuesto entre mi mamita y yo. Y con mucha alegría y entusiasmo, solíamos cantar: 

 

“Luna lunita, que me miras desde el cielo, 

iluminando siempre mi sendero, 

por eso, esta noche te ruego, 

le digas a Diosito me cuide desde lejos. 

Luna lunita, lunita preciosa”. 

“LUNA AUXILIAME”. 

 

Este fue uno de los pocos y mejores recuerdos que poseo de mi madre, una gran mujer la cual me entregó todo su amor, quien siempre trató de hacer mi vida muy feliz tanto en los buenos como en los malos momentos, incluyendo la época en que mi padre se distanció de nosotros por andar en sus borracheras cada fin de semana. 

A diferencia de los recuerdos buenos de mi madre, no puedo decir que la época de alcoholismo de papá fue el peor recuerdo que poseo de él. Incluso, me atrevo a clasificar esos recuerdos como algo no tan doloroso, porque definitivamente, no tiene comparación el dolor que sentí ante el aborrecimiento que mi padre adquirió hacia mí con el tiempo, 

Yolandita aseguró que mi pensamiento era erróneo, pero las acciones de papá sólo acabaron por darle más sentido a mis ideas. Aun así, siempre fui paciente con él, después de todo era mi padre y no me era posible intentar resentir sus acciones, ni mucho menos pensar en odiarlo. 

 

Un sábado por la noche, inesperadamente mi padre llegó muy alegre a casa dibujando una enorme sonrisa en su rostro. Creo haberla visto muy confundida, quizás de verlo llegar a casa un sábado y no un Domingo como de costumbre. 

Ella inquirió con algo de énfasis: 

—¿Y ese milagro que usted no ande tragando agua ardiente? 

Mi tata, hizo oídos sordos a las palabras de mamá. La sujetó por los hombros, le besó en la comisura de la frente y por último expresó: 

—¿Por qué no me acompaña usted y el chiquillo a una fiestecilla? Para que luego no digan que no paso tiempo con ustedes, o que ya no los saco a pasear. ¿Qué le parece la idea, mujer? 

—¡Cómo crees Norman! —exclamó mi madre muy exaltada—. ¿No se da cuenta de la bendita hora que es ya? ¡Además están sus amigos! Y bien sabe, no me gustan las amistades con las que se junta últimamente. ¡Pura mala influencia! 

Al final mi madre no muy convencida aceptó, seguramente porque sabía con las burradas que se podría topar en esa tal “fiestecilla”, y lo hizo sólo por tratar de conseguir pasar un poco de tiempo “en familia”. 

Para esas fechas, yo rondaba los ocho años, a unas cuantas semanas de cumplir los nueve y, no solo eso, ya cursaba el tercer año de primaria, situación de la que me sentía orgulloso. Mi padre con sus ahorros; había logrado comprar un carrito todo viejo, el cual le solían sonar todas las piezas cuando lo conducía, pero aun en ese estado, podía alcanzar altas velocidades.  




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