Luna Auxíliame

3. Gracias a Jesús

Comencé a escuchar una voz la cual susurraba mi nombre. Todo estaba demasiado oscuro. Por un breve instante traté de incorporarme y abrir los ojos, pero, me sentía tan cansado y adolorido que el intento fue en vano. 

—¡Anderson… Anderson! —insistía la voz con desesperación. 

Nuevamente traté de moverme, pero por más que batallé no lo logré. Fue como si mi cuerpo hubiese estado paralizado por completo. La ansiedad me abrazaba con fuerza. 

—¡Vamos carajillo, responde, no me hagas esto! 

Ese timbre de voz tan suave, tranquilizador y peculiar sólo podía pertenecer a alguien. Se trataba de ella, lo sentí en el corazón. 

Con esfuerzo y mucha dificultad, logré musitar casi sin aliento: 

—Yolandita. ¿Eres tú Yolandita? 

—Sí, carajillo soy yo. ¡Aquí estoy! —respondió con mucha tristeza—. Sólo mírate carajillo, das lástima, no sé cómo sigues vivo. ¡Es un milagro de mi Dios todo poderoso! 

Aunque, no me era posible admirar su rostro, me alegró tanto haberla escuchado. 

—¿Qué pasó Yolandita? —inquirí a duras penas—. Me duele todo el cuerpo y estoy agotado. 

La oí suspirar de una forma la cual me pareció un tanto nostálgica. Sentí la calidez de sus manos al sujetar las mías, de ese modo me transmitió un poquito de seguridad. 

—Carajillo, yo… —trató de expresarse, pero una voz masculina interrumpió diciendo: 

—Lo siento señora, no puede estar acá. 

—¡Un minuto más por favor! —rogó doña Yolanda. 

—No se puede. ¡Por favor retírese! 

—Debo irme, carajillo —aclaró con desánimo—, prometo volver pronto. 

A duras penas, logré abrir ligeramente los ojos, para ver la imagen de doña Yolanda alejándose de mí, siendo escoltada por un hombre que vestía de blanco completo. 

Me encontraba muy desconcertado con lo que estaba sucediendo. No comprendía qué fue lo que sucedió, ni cómo llegué a ese lugar desconocido. Al final, al ver una vía conectada a mi brazo derecho, deduje que me encontraba en un hospital. 

Lo último que recordaba, era que viajaba junto a mis padres de regreso a casa en la carcacha azul de papá, pero sólo eso, no más. 

Lentamente, paseé la mirada por la habitación, en busca de mi mamita, pero no la encontré. La única compañía que tenía eran cinco camillas vacías y nada más. Me comencé a asustar, sentí miedo al estar solo y de no comprender nada. El sentimiento de impotencia hizo presencia al no poder moverme. ¿Dónde se encontraban mis padres?, ¿por qué no estaban conmigo? ¿Cómo acabé en un hospital? ¿A qué se debía mi debilidad?, ¿Podría recuperarme? ¿Por qué aquel hombre de blanco no le permitió a doña Yolanda quedarse?  

Sentí como transcurrieron las horas, en las cuales ansioso esperaba poder ver a alguno de mis padres atravesar la enorme puerta corrediza frente a la camilla, pero no sucedió, ni siquiera doña Yolanda regresó. Las únicas personas que entraron fueron un par de enfermeras para ver cómo me encontraba y rápidamente se marcharon. Jamás antes me había sentido tan solo. 

 

Días más tarde, ya me sentía mejor. Me encontraba acostado en la camilla, completamente aburrido. Aún no comprendía con exactitud qué sucedió para acabar en un hospital. Varias veces tuve curiosidad de preguntarle a las enfermeras que me cuidaban qué había sucedido, pero al final me contenía, ya que en un par de ocasiones les pregunté: ¿por qué mis papás no han venido a verme? Ambas veces las mujeres me miraron con inquietud y no me dieron respuesta, solo guardaron silencio y continuaron ejerciendo sus deberes. 

De pronto escuché abrirse la puerta. Lo primero en pasar por mi mente fue en la posibilidad de que fuesen mis papás. Sentí gran emoción y alivio de imaginar verlos, pues luego de ese tiempo ya me sentía olvidado por ellos. Rápidamente me senté sobre la camilla, luego llevé la vista hacia la entrada para darme una enorme sorpresa. Primero, sentí desilusión al no ver entrar a ninguno de ellos, pero, aun así, rápidamente, me alegré al saber que sí se trataba de alguien a quien amaba de una manera similar. 

—¡Hola carajillo! —me gritó con mucho entusiasmo. 

—¡Yolandita! —grité también entusiasmado—. ¡Me has venido a visitar! 

—¡A ver! ¿Cómo te has sentido, Anderson? —preguntó la señora acercándose a mí. 

—¡Muy bien Yolandita, ya casi no siento dolor! —comencé a entrelazar mis manos mientras seguía hablando—: Sabes Yolandita, pronto saldré de aquí para regresar a casita con mis papás! Ya creía que todos se habían olvidado de mí. 

Vi cómo se apagó aquella alegría que anteriormente desprendía su semblante. Bajó su rostro y se mantuvo en silencio por unos segundos. Fue algo muy extraño, porque ella nunca había actuado de esa manera, al menos no frente a mí, no que yo recordara. Todo eso me llevó a pensar nuevamente en lo que debió suceder para yo haber acabado en una habitación de hospital. Y con confianza, me animé a preguntarle lo que no fui capaz de averiguar con las enfermeras. 

—¡Yolandita!  

—¿Qué sucede, carajillo? 

—¿Me puede decir por qué estoy aquí? ¿Qué sucedió?  

La señora me observó con una extraña expresión facial, como si no supiera que contestarme. 

—¿No recuerdas nada verdad, carajillo? —indagó sujetando mis manos. 

—No, nada. —musité observando las suyas. 

—¿No recuerdas? Viajabas con tus tatas en el pichirilo. —inquirió mientras acercaba mis manos a su pecho. 

—Sí, eso sí. —suspiré—. ¡Sabes Yolandita! Fue tan bonito esa noche, porque ya hacía mucho tiempo que mi papá no pasaba con nosotros. Aunque me hubiera gustado que compartiera más conmigo y mi mamá, se la pasó con sus amigos. 

Vi unas cuantas lágrimas brotar de sus ojos. No comprendí el motivo de esa tristeza tan repentina. 

—¿Qué te pasa Yolandita? ¡No llores por favor! 

La señora soltó mis manos, y luego secó sus lágrimas con la manga de la blusa blanca que vestía. 




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