Escuché una voz susurrar mi nombre. Todo estaba demasiado oscuro. Por un instante traté de incorporarme y abrir los ojos, pero me sentía tan cansado y adolorido que el intento fue en vano.
—¡Anderson… Anderson! —insistía la voz con desesperación.
Nuevamente traté de moverme, pero por más que batallé no lo logré. Fue como si mi cuerpo estuviese paralizado por completo. La ansiedad me abrazaba con fuerza al no comprender lo que sucedía.
—¡Vamos carajillo, responde, no me hagas esto!
Ese timbre de voz tan suave, tranquilizador y peculiar solo podía pertenecer a alguien. Se trataba de ella, lo sentí en el corazón.
Con esfuerzo y mucha dificultad, logré musitar casi sin aliento:
—Yolandita, ¿eres tú, Yolandita?
—Sí, carajillo soy yo. ¡Aquí estoy! —respondió con melodía triste—. Mírate carajillo, das lástima. No sé cómo sigues vivo. ¡Es un milagro de mi Dios todo poderoso!
Aunque no me era posible admirar su rostro, me alegró tanto escuchar el timbre de su voz.
—¿Qué pasó Yolandita? —inquirí a duras penas—. Me duele todo el cuerpo y estoy agotado.
La oí suspirar de una forma la cual me resultó un tanto nostálgica. Sentí la calidez de sus manos sujetar las mías, de ese modo me transmitió un poquito de seguridad.
—Carajillo, yo… —trató de expresarse, pero una voz masculina interrumpió diciendo:
—Lo siento señora, el tiempo de visita se acabó.
—¡Un minuto más por favor! —rogó Yolanda.
—De verdad lo lamento, debes salir ahora mismo.
—Debo irme, carajillo. —aclaró con desánimo—. ¡Prometo volver pronto!
A duras penas, logré abrir ligeramente los ojos, para ver la imagen de doña Yolanda alejándose de mí, siendo escoltada por un hombre que vestía de blanco completo.
Me encontré desconcertado por lo que estaba sucediendo. No comprendía qué fue lo que ocurrió, ni cómo llegué a ese lugar desconocido. Al final, al ver una vía conectada a mi brazo derecho, deduje que me encontraba en un hospital.
El último recuerdo en mi memoria fue que viajaba junto a mis padres de regreso a casa en la carcacha azul de papá, pero sólo eso, no más.
Lentamente, paseé la mirada por la habitación, en busca de mi mamita, pero no la encontré. La única compañía que tenía eran cinco camillas vacías. Me comencé a asustar, sentí miedo de estar solo y no comprender nada. El sentimiento de impotencia hizo presencia al no poder moverme.
¿Dónde se encontraban mis padres?, ¿por qué no estaban conmigo? ¿Cómo acabé en un hospital? ¿A qué se debía mi debilidad?, ¿Podría recuperarme? ¿Por qué aquel hombre de blanco no le permitió a doña Yolanda quedarse? ¿Qué sucedió?
Sentí como transcurrieron las horas lentas, esperando ver a alguno de mis padres atravesar la enorme puerta corrediza frente a la camilla donde me encontraba, pero no sucedió, ni siquiera doña Yolanda regresó. Las únicas personas que ingresaron fueron un par de enfermeras para ver cómo me encontraba y rápidamente se marcharon. Jamás me sentí tan solo.
Días más tarde, ya me sentía mejor. Me encontraba acostado en la camilla, completamente aburrido. Aún no recordaba qué sucedió para acabar en un hospital. Varias veces tuve curiosidad de preguntarle a las enfermeras que me cuidaban si sabían algo al respecto, pero al final me contenía, ya que en un par de ocasiones les pregunté: “¿por qué mis papás no han venido a verme?”. Ambas veces las mujeres me miraron con inquietud y no me dieron respuesta, solo guardaron silencio y continuaron ejerciendo sus deberes.
De pronto escuché abrirse la puerta y por mi mente pasó la posibilidad de que fuesen mis papás. Sentí gran emoción y alivio de imaginar verlos, ya comenzaba a sentirme olvidado por ellos. Rápidamente me senté sobre la camilla, y al mirar a la entrada me llevé una enorme sorpresa al ver quien ingresaba. Primero sentí desilusión al no ver a mis padres, pero me alegré al saber que sí se trató de alguien a quien amaba de una manera similar.
—¡Hola carajillo! —gritó entusiasmada.
—¡Yolandita! —grité también entusiasmado—. ¡Viniste a visitarme!
—¡A ver! ¿Cómo te has sentido, Anderson? —preguntó acercándose.
—¡Muy bien Yolandita, ya no siento dolor! —comencé a entrelazar las manos—. Sabes Yolandita, ¡pronto saldré de aquí para regresar a casita con mis papitos! Creía que todos se habían olvidado de mí.
Vi cómo de la nada apagó aquella alegría que antes desprendió su semblante. Bajó el rostro y se mantuvo en silencio por unos segundos. Fue algo muy extraño, porque ella nunca había actuado de esa manera, al menos no frente a mí, o que yo recordara. Eso me llevó nuevamente a pensar en lo que sucedió para acabar en una habitación de hospital. Y con confianza, me animé a preguntarle lo que no fui capaz de averiguar con las enfermeras.
—¡Yolandita!
—¿Qué sucede, carajillo?
—¿Me puedes decir por qué estoy aquí? ¿Qué sucedió?