Luna Auxíliame

6. ¿Indiferentes?

Una mañana observé muy diferente a doña Yolandita. No era aquella mujer que siempre sonreía y transmitía felicidad. Sus ojos no brillaban, se contemplaban opacos, completamente apagados y sin vida. Se le veía triste y desanimada, quizás como si tratase de contener las ganas de estallar en llanto. Realmente no parecía ella, era como si alguien más estuviera en su cuerpo. O simplemente su corazón se había destrozado por alguna desagradable situación, que yo desconocía. 

 

¿La tristeza? Un sentimiento de mal gusto, cuya función es destruir el alma de un ser humano. Esa es mi opinión sobre dicho sentimiento. 

¿La felicidad? Algo imposible de describir. Aunque siempre pensé que doña Yolandita y la felicidad eran sinónimos ¿Se escucha estúpido no? ¿Cómo un sentimiento puede ser sinónimo de una mujer? Pues siempre lo había creído así ¿Por qué? Pues sencillo de explicar, no existía persona que no se contagiará de alegría cuando se juntaba con Yolandita, siempre sacaba sonrisas y carcajadas a los demás.  

¿Mi descubrimiento? Que hasta la persona más feliz tiene sus días malos y sufre en silencio para no lastimar a quienes le rodean. 

¿El llanto es malo? Pues lo dudo. Es evidente que surge por diversas circunstancias: Alegría, coraje, tristeza, etc. ¿Para qué el llanto? Sencillo, en mi opinión, cuando se trata de la tristeza o del coraje, no hay mejor manera para poder desahogarse. 

 

Yolandita me miró fijamente a los ojos, pude notar en su mirada que pretendía decirme algo, pero, simplemente no se atrevía. No comprendía el por qué. No pasó mucho tiempo para que la señora decidiera apartar su vista de la mía y luego continuó preparando el desayuno.  

Me sentí un poco triste, no supe que hice mal para que doña Yolanda estuviera distanciada de mí. Pensé que quizás dije algo malo, pero no fui consiente de qué ni del momento en que pudo suceder, pero, si realmente hice o dije algo que la lastimara, lo hice sin intención, porque jamás me atrevería a lastimar a tan maravillosa mujer, a ella ni a nadie. 

Igual que a la velocidad de un rayo, me llegó a la mente un posible motivo de su actitud. Un escalofrío recorrió cada parte de mi cuerpo de sólo imaginar esa posibilidad, a lo mejor descubrió que Jorgito y yo le habíamos mentido sobre lo del moretón de la semana anterior. Eso debía ser, doña Yolanda ya sabía la verdadera causa del moretón en mi costado, toda esa actitud desanimada se remontaba a ello porque… ¿qué más podía ser? Era muy obvio pues ella aborrecía las mentiras. 

Me sentí demasiado apenado por los hechos como para poder dirigirle la palabra. Entonces, más que nunca deseé que Jorgito estuviese allí, pero aún no despertaba de su profundo sueño. Y, para terminarla de hacer era sábado, día sin clases, tendría que pasar todo el día cerca de la mujer. ¿Qué si me arrepentía de haberle mentido? La verdad no, ni en lo más mínimo o quizás sí y no tenía las agallas para aceptarlo. 

La señora se acercó con mucho sigilo para colocar una taza de café y mi desayuno sobre la mesita. Me miró detalladamente, me dio una débil sonrisa y se alejó sin dirigirme ni una sola palabra, ni siquiera recibí su típico saludo: “¡Buenos días carajillo!”. 

Sujeté la cuchara con mi mano derecha, y, di un vistazo rápido a lo que doña Yolanda preparó, se miraba apetitoso igual que todo lo que preparaba, y ni hablar del embriagante aroma que emanaba. Cargué la cucharilla hasta el tope y di una probada al Gallo Pinto. ¡Delicioso! 

No tenía claro quién era mejor cocinera, si doña Yolandita o mi mamita. Pero eso no me preocupaba mucho por el momento, porque pronto mi mamita iba a regresar a casa junto con mi papá, y entre él, Jorgito, don Rafael y yo, daríamos voto a quien sería la mejor cocinera. ¡Ese era mi plan! Y por supuesto, estaba muy seguro de que podrían quedar empatadas, ambas tenían mucho talento en la gastronomía, y cada una con sus propios secretos para preparar los manjares. 

Terminé mi desayuno, agradecí tímidamente a la cocinera y eché carrera hacia la habitación de Jorgito. Nunca supe si doña Yolandita respondió mi agradecimiento, pues la incomodidad y nerviosismo que me producía su presencia fue lo que me llevó a dejar la cocina a toda prisa. 

Me detuve al sentir que algo tocaba mis pies, se trataba nada más y nada menos de mi querida Kiarita. Se echó sobre sus patas traseras y suavemente con su patita izquierda arañaba la piel desnuda de mis pies. Caí en cuenta que debía tener ganas de hacer sus necesidades, por lo cual evitando despertar a Jorgito, salí con sigilo de la habitación acompañado por la perra quien me seguía a la espalda. Llegamos al patio trasero y justo allí hizo lo que la naturaleza demandaba.  

Me pareció increíble cómo había transcurrido el tiempo tan rápido. Kiarita estaba a unos cuantos días de cumplir cuatro años de vivir con nosotros, mientras que yo iba a cumplir los diez años de edad. Y sí, ella fue mi regalo de cumpleaños para cuando cumplí los cinco. Lo recuerdo muy bien, jamás me perdonaría olvidar ese día si fue una de las mejores fechas de mi vida: 

 

La desafinada voz de mi padre cantaba alegremente junto a la de mi madre el clásico cumpleaños, de esa manera me despertaron un Domingo por la mañana para mi quinto año vivido. Mi mamita tenía entre sus manos un pequeño pastel que ella misma preparó. Según recuerdo ella me contó: su papá le había enseñado mucho sobre cocina y repostería ya que su madrastra no era nada buena en ello. Pero más allá del pastel que mi mamita sostenía con firmeza, lo que más llamó mi atención fue ver sobre los brazos de mi padre, aquella pequeña criatura: blanca con manchas negras; cuatro pintas sobre su cuerpo, una sobre la base de la cola y dos sobre los ojos las cuales se le extendían hasta la punta de cada orejita, tenía un ojo azul y otro marrón. “¡Un perrito, un perrito!”, grité, muy emocionado pataleando acostado en la cama tratando de quitar el pesado edredón sobre mi cuerpo. En cuanto mis pies tocaron el suelo helado de la mañana corrí hacia mi padre. Comencé a jalar la tela de su vieja y rota pantaloneta que solía usar antes de que se le perdiera. “¿Papá de donde lo sacaste? ¡Dámelo, un perrito, yo lo quiero papá!”, le suplicaba con emoción esperando recibir una explicación de su parte. “Claro Anderson, toma, es para ti, pero es hembra”, aclaró mi padre. Con una sonrisa en mi rostro elevé mis manos hasta sujetar el suave pelaje del indefenso animalito y luego la abracé. “Gracias papito, muchas gracias a ti también mamita”, comenté muy alegre. 




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