Una mañana Yolanda, Rafael y Jorgito me despertaron temprano con una grata sorpresa. Un pequeño pastel descansaba sobre las manos de la señora, lo adornaban unas cuantas candelillas de colores viejas y gastadas.
No comprendía porque me demostraban tanto amor si en mis venas no corría su sangre. Quizás, si mis vecinos hubiesen sido otros, hubiera tocado quedarme solo en casa, mientras esperaba el regreso de mis padres. O a lo mejor, al igual que mi padre cuando fue niño, estaría en un orfanato.
Resultó agradable escucharlos cantar el cumpleaños y felicitarme. Me hicieron algo bonito de lo cual no eran responsables, ya que pudieron dejarme allí, solo en mi casa y darme la espalda; pero no, en cambio, me brindaron todo su amor sincero.
Les agradecí el gesto de cantarme el cumpleaños con una sonrisa.
—¡Anderson pégale un mordisco! —exclamó Jorgito.
Y, complaciendo a mi mejor amigo, mordí el borde del pastel. Un delicioso y familiar sabor rápidamente invadió mis papilas gustativas.
—¿Naranja? —pregunté.
Una dulce sonrisa se marcó en el rostro de Yolanda, una de esas que transmiten felicidad. Y luego afirmó:
—Choco-naranja, carajillo.
Nos trasladamos de la habitación de Jorgito hacia la cocina, donde Yolandita nos sirvió una buena porción de pastel a cada uno.
—¿Qué tal carajillo, te gusta? —inquirió Yolanda —. Lo preparé con mucho amor para ti.
—¡Está muy rico Yolandita, gracias por el gesto!
—Jorgito también colaboró a prepararlo. —aclaró, mirando a su hijo con simpatía.
Desvié la mirada a mi amigo, para encontrarlo con un poco de chocolate embarrado en la punta de la nariz. Con mi dedo índice, toqué ligeramente la punta de la mía e hice un gesto de desagrado. Jorgito rápido comprendió lo que traté de darle a entender. Ruborizado, deslizó la palma de la mano derecha bien abierta, sobre aquel poco de chocolate en su nariz tratando de quitarlo. Eso me recordó al cumpleaños anterior, y quizás sucedió en todos los que me habían festejado: mi mamita con una servilleta húmeda limpiaba todo el embarrijo alrededor de mi boca, y no solo a mí, a papá también, quien a pesar de su edad siendo ya todo un hombre, aún seguía embarrándose toda la trompa de lustre al comer.
—Rico, ¿verdad? —inquirió mi hermano por elección, para luego darle otro mordisco a su pedazo de pastel—. A mí la verdad me ha encantado, me sorprendo del gran equipo que formamos mi mamota y yo.
—Claro que sí Jorgito, llevas el don heredado por tu madre en la sangre. —sonreí, al contemplar que aún quedó un poco de lustre en su nariz, evité hacérselo saber y continúe—: Aprovéchalo y cocina más seguido.
Siempre consideré que para ser buen cocinero se debe nacer con el don. Se puede aprender, por supuesto, pero no sería lo mismo. El arte de la gastronomía es un talento único y propio de cada persona, algunos lo desarrollan y otros nos quedamos atascados y preferimos probar las delicias que los demás preparan.
—También deberías aprender. Así me preparas un pastel para mi cumpleaños. —propuso entusiasmado.
Tenía razón, aprender no hubiera estado de más.
—¡Claro Jorgito!, pero tú me enseñas, ¿sí?
—No lo dudes amigote.
Las risas unísonas de los padres de mi amigo interrumpieron nuestra breve conversación. Y una vez más, todo esto me llevó a pensar el motivo de que me brindaran tanto sin ser su hijo, sin ser nada más que su vecino. El constante amor y cariño, las reiteradas preocupaciones por mi salud y de que no me hiciera falta nada. ¿Cómo agradecerlo?
Sentí como algo con ligero peso se apoyó a un lado de mi pierna izquierda, bajé la mirada para encontrarme con un par de ojos de distintos colores, uno azul y el otro marrón. Era mi hermosa perrita Kiara, quien, relamiéndose los bigotes, me miraba, probablemente con deseo de comer un pedacito de pastel. No solo yo estaba de manteles largos, mi preciosa cachorra, que ya no era una cachorra, también cumplía un año más de vivir en mi compañía, cuatro años para ser exacto.
El rápido recuerdo de aquel día por la mañana invadió mi mente, las imágenes en mi cabeza fueron muy claras: mis padres despertándome al cantar el clásico cumpleaños, mi mamita con un pastel en sus manos, y mi padre cargaba a la perrita más bella que Dios pudo haber creado: un ojo azul se diferenciaba del otro marrón, su pelaje blanco con manchas negras; cuatro pintas sobre su cuerpo, una sobre la base de la cola y dos sobre los ojos las cuales se le extendían hasta la punta de cada orejita. El pastel fue de poca atención ya que me dediqué a jugar con la cachorra durante casi todo el día.
Una sensación rara en el pecho me hizo volver en sí. Sentí un frío incontrolable esparcirse a cada célula de mi cuerpo. Los latidos del corazón se aceleraron tanto que los escuchaba dentro de mí. Una sequedad se apoderó de mi boca y garganta, como si hubiese estado bajo el calor abrazador del sol durante largo rato. Coloqué sobre la mesa la servilleta con el cabo de pastel, y mis manos temblaron con fuerza.
Jorgito tenía la mirada en la segunda porción de pastel que su madre le servía. Don Rafael, en su mundo concentrado en la importante labor de lamerse los dedos, para no desperdiciar nada de lustre.