Luna Auxíliame

7. Un cumpleaños nostálgico

Habían transcurrido ya varios días. Aquella mañana, doña Yolandita, don Rafael y Jorgito me despertaron muy temprano con una grata sorpresa. Un pequeño pastel descansaba sobre las manos de la mujercilla, el cual adornaban unas cuantas candelillas viejas gastadas. 

Nunca comprendí porque siempre me trataban de esa manera, el que me amaran tanto si en mis venas no corría su sangre. Quizás si mis vecinos hubiesen sido otros, me hubiese tocado quedarme sólo en casa mientras esperaba solucionarse todo el alboroto de mis padres. O quizás, simplemente me hubiese tocado como a mi papito cuando de niño, vivir por un tiempo en un orfanato. 

Fue tan agradable escucharlos cantar el cumpleaños y felicitarme. Hicieron algo muy lindo de lo cual no eran responsables, ya que bien, pudieron haberme dejado allí, solo en mi casa y darme la espalda; pero no lo hicieron, en cambio me brindaron todo su amor sincero. 

Les agradecí el gesto de cantarme el cumpleaños con una sonrisa.  

—¡Anderson pégale un mordisco! —exclamó Jorgito. 

Y, complaciendo a mi mejor amigo, mordí el borde del pastel. Un delicioso y familiar sabor rápidamente invadió mis papilas gustativas. 

—¿Naranja? —pregunté impresionado. 

Una sonrisa dulce se marcó en su rostro, una de esas que te transmiten nada más que felicidad. Y luego agregó: 

—Así es carajillo, aunque se ve de chocolate, su sabor predominante es de naranja. 

Nos trasladamos de la habitación de Jorgito hacia la cocina, donde Yolandita nos sirvió toda una buena porción de pastel. 

Y con su peculiar sonrisa me preguntó: 

—¿Qué tal carajillo, te gusta? Yo misma lo preparé con mucho amor para ti. 

—¡Está muy rico Yolandita, gracias por el gesto! 

—Jorgito también colaboró a prepararlo. —aclaró, mirando a su hijo con simpatía. 

Desvié la mirada hacia mi amigo, para encontrarlo con un poco de lustre embarrado en la punta de la nariz. Con mi dedo índice, toqué ligeramente la punta de mi nariz y luego hice un gesto de desagrado. Jorgito rápidamente comprendió lo que quise dar a entender, y, ruborizándose un tanto, con la palma de su mano bien abierta, la deslizó sobre aquel poco de dulce en su nariz tratando de quitarlo. Eso me recordó al cumpleaños anterior, y quizás sucedió en todos los que me habían festejado: mi mamita con una servilleta húmeda limpiaba todo el embarrijo alrededor de mi boca, y no sólo a mí, a mi papá también, quien a pesar de su edad siendo ya todo un hombre, aún seguía embarrándose toda la trompa de lustre al comer. 

—Rico, ¿verdad? —inquirió mi hermano por elección, para luego darle otro mordisco a su pedazo de pastel—. A mí la verdad me ha encantado, me sorprendo del gran dúo gastronómico que formamos mi mamota y yo. 

—Claro que sí Jorgito, llevas el don heredado por tu madre en la sangre. —sonreí al contemplar que aún quedaba un poco de lustre en su nariz, evité hacérselo saber y continúe agregando—: Aprovéchalo y cocina más seguido. 

Nunca aparté de mí el pensamiento de que para ser un buen cocinero se debe nacer con el don. Se puede aprender, por supuesto, pero jamás sería lo mismo. El arte de la gastronomía es un talento único y propio de cada persona, algunos lo desarrollan y algunos nos quedamos atascados y preferimos probar las delicias que otros preparan, y no la que nuestras manos no son capaces de preparar. 

—También deberías aprender, así me preparas tu solo un pastel para mi cumpleaños, sin ayuda de nadie. —propuso entusiasmado. 

La verdad es que tenía razón, me vendría bien aprender, pero no solamente para prepararle un pastel a él, a sus padres o incluso a los míos. Al aprender a preparar pasteles, podría cocinar algunos con más regularidad únicamente para saciar esos pequeños antojos que aparecían de vez en cuando y me hacían la boca agua. 

—¡Claro Jorgito!, pero, tú me enseñas, ¿sí? 

—No lo dudes amigo. 

Las sonrisas unísonas, casi silenciosas de los padres de mi amigo interrumpieron nuestra breve conversación. Y una vez más, todo esto me llevó a pensar el motivo de que me brindaran tanto sin ser su hijo, sin ser nada más que su vecino. El constante amor y cariño, las reiteradas preocupaciones por mi salud y de que no me hiciera falta nada. ¿Cómo agradecerlo? 

Sentí como algo con ligero peso se apoyó a un lado de mi pierna izquierda, de inmediato bajé la mirada para encontrarme con un par de ojos de distintos colores, uno azul y el otro marrón. Era mi hermosa perrita Kiara, quien, relamiéndose los bigotes, me miraba probablemente con deseo de comer un pedacito de pastel, mas no le ofrecí ya que le hacía mal por el chocolate. No sólo yo estaba de manteles largos (como suelen decir cuando alguien cumple años), la preciosa cachorra, que ya no era una cachorra, también cumplía un año más de vivir en mi compañía, cinco años para ser exacto. 

El rápido recuerdo de aquel día por la mañana invadió mi mente, las imágenes en mi cabeza fueron muy claras: mis padres despertándome al cantar el clásico cumpleaños, mi mamita con un pastel en sus manos, y mi padre cargaba a la perrita más bella que Dios pudo haber creado: un ojo azul se diferenciaba del otro marrón, su pelaje blanco con manchas negras; cuatro pintas sobre su cuerpo, una sobre la base de la cola y dos sobre los ojos las cuales se le extendían hasta la punta de cada orejita.  El pastel fue de poca atención ya que me dediqué a jugar con la cachorra durante casi todo el día. 




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.