Luna Auxíliame

8. Cruda realidad

Después de tanto tiempo y sufrimiento alejado de ellos, por fin volvía a observar a mi madre. De nuevo podría volver abrazar a los seres que me dieron la vida, compartir una vez más con ellos y hacer tantas cosas que aún no se me ocurrían. Por fin regresaría a vivir a mi casa, probar nuevamente la deliciosa comida que las manos de mi mamita preparan con tanto amor para mí y papá. Incluso, ya se podría hacer la competencia para ver quien era mejor cocinera: si Yolandita o mi madre, donde Rafael, Jorgito, mi padre y yo seríamos los jueces encargados de proclamar una ganadora. 

Aproveché que doña Yolanda detuvo a Canelilla y me abalancé de ella sin pensarlo dos veces. Caí de rodillas. Las miré al sentir un ligero ardor y noté como unas gotitas de sangre brotaron en una de ellas, pero no me importó, solo quería ver a mis papitos y abrazarlos. Ese ardor no era comparado con el dolor que sufrió durante tantos días, especialmente los últimos. 

—Carajillo te lastimaste, ¿verdad? —cuestionó la señora. 

La observé mientras me sacudí el polvo de mis manos y le respondí entusiasmado: 

—¡No es nada Yolandita, no es nada! 

Eché carrera hacia el corredor de mi casa, no había nada que pudiera arruinar este día, ahora sí sería perfecto, mi cumpleaños perfecto junto a mi hermosa familia. 

—¡Papito has vuelto! —grité abalanzándome sobre él y rodeé mis brazos a su estómago. 

—Anderson. —musitó. 

Experimenté una inexplicable sensación al tenerlo frente a mí de nuevo, ver su típica barba y bigote. Me emocionó pensar que en cualquier momento me cargaría una vez más en sus fuertes brazos como solía hacerlo, como hace mucho no lo hacía. Estar entre sus brazos eran de los pocos lugares que me llenaban de seguridad, al igual que los de mi madre y por supuesto los de doña Yolanda. 

Se colocó de cuclillas quedando a mi altura, y sin pensarlo mucho aferré mis brazos con fuerza alrededor de su cuello. Traté de recuperar todos los abrazos perdidos durante todo el tiempo transcurrido, pero, aunque conscientemente entendía que no era algo posible, me hacía la idea de que sí lo era.  

—Te he echado de menos, papito —sollocé, las primeras lágrimas de alegría brotaron. 

Aun cargándome en sus brazos me contempló. 

En su rostro vi una sonrisa seca y apagada, que no transmitía felicidad, al contrario, desbordaba dolor, pero yo era solo un niño, que por su inconsciencia no pudo percibir el llanto desconsolado con una sonrisa desigual. 

—Yo, también Anderson. —musitó débil.  

Sentí sus fuertes brazos rodear mi cuerpo en un profundo y cálido abrazo que, rápidamente me devolvió la seguridad y tranquilidad que perdí durante el tiempo de su ausencia. 

—¡Carajillo! —exclamó Yolandita, al llegar casi ahogada por la carrera que se había echado. —No te vuelvas a tirar así del caballo carajillo, no de esa forma tan brusca, te vas a venir matando. 

Mi padre me soltó y se colocó de pie, dejó sus manos descansar en mi espalda, y recosté mi sien derecha sobre su estómago. Le dijo a la señora: 

—¡Gracias Yolanda! Gracias por haber cuidado de mi hijo todo este tiempo, estoy en deuda contigo. 

—¡Ay, Norman! —expresó Yolandita, llevando ambas manos a su pecho donde las hizo un puño. —Cómo no iba a cuidar del carajillo, con el montón que lo quiero yo, si es casi mío. 

Mi padre se inclinó un poco y besó mi cabeza, una llamarada de sensaciones aparecieron en mi pecho, como extrañaba recibir esos besos. 

Hubo un breve momento de felicidad tras las palabras de doña Yolandita, pero pronto ese agradable momento se esfumó convirtiéndose en un enorme e incómodo silencio. 

El sonido de las potentes gotas de lluvia comenzó a resonar contra el techo de la casa. Volteé la mirada hacia un lado descubriendo a un Jorgito entrando al corredor con sus prendas un tanto mojadas. Por otro lado, no vi rastro alguno de don Rafael, ni de los caballos, eso sólo significaba una cosa, los andaba encerrando en los establos. Afortunadamente, el viento soplaba a favor del corredor, lo que impedía que las gotas del aguacero nos mojaran. 

—¡Papito! —exclamé con ansias—. ¿Dónde está mi mamita? ¡Quiero verla! 

De inmediato dirigió la mirada al suelo, deslizó las manos por mi espalda y se aferró abrazándome aún más fuerte que la vez anterior. 

—¡Vamos papito, vamos a ver a mi mamita! —dije, tratando de separarme de él con intenciones de ir en busca de la mujer que me trajo al mundo. —¡Apresúrate papito, por favor! Ya quiero ver a mamá. 

El hombre me soltó y se alejó un par de metros de mí. Luego, de forma inesperada se dejó caer sobre sus rodillas y, lentamente, inclinó su cuerpo hasta pegar la frente contra el suelo. Levantó una mano y en el aire cerró el puño, intuí un deseo rotundo por estrellarlo contra el piso, pero, pasados unos segundos lo bajó lentamente hasta relajarlo, para después dar paso a una mano nerviosa la cual comenzó a templar desesperada. 

—¿Qué sucede papito? —pregunté asustado, colocando mi mano derecha sobre su espalda. 

El hombre inhaló aire de manera profunda, y luego lo exhaló con fuerza. Llevó ambas manos hasta su cabello y comenzó a sollozar. Me sorprendí, no comprendí que sucedía, no era común ver a mi padre de esa manera, de hecho, nunca lo vi actuar así.  




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