Luna Auxíliame

9. La mujer del hábito

Abrí los ojos, permitiéndome el lujo de contemplar los primeros rayos del sol que se colaban por la ventana. Tan cálidos como siempre. Un nuevo día, pero no una nueva vida. Me quedó clara mi situación: mis problemas me acompañarían una vez más como cada día, y lo así sería durante mucho tiempo. 

Llevé la vista hacia la esquina, el fiel lugar de descanso para el banquillo de madera. En él esperé encontrar a la mujer, pero lo hallé vacío y solitario. Probablemente doña Yolandita se marchó a su casa cuando caí en el profundo sueño o, quizás lo hizo justo antes de que yo despertara. Después de todo le correspondía hacer el desayuno para su familia y no podía estar pendiente de mí las veinticuatro horas del día. 

En ese banquito, por las noches, mi madre solía sentarse en él esperando a que me durmiera. También contaba algún cuento sacado de su propia imaginación, uno diferente cada noche, siempre más interesante que el anterior. En algunas ocasiones se acostaba a mi lado y se dormía, y en veces, mi papito llegaba a buscarla para que durmiera con él, y cuando no, amanecía al siguiente día a mi lado. 

La imagen de una mujer entrando a mi habitación me sorprendió. No se trató de mi querida vecina, ni mucho menos de mi madre (ya que era imposible). La señora mantenía una gran altura, un cuerpo delgado, tez clara y ojos peculiarmente saltones color verde avellana; nariz de grandes proporciones, labios pequeños y delgados. Lo que más llamó mi atención fue verla vestir un traje negro. Sobre su cabeza, una extraña tela que cubría toda su cabellera. Me pareció mucho a la mujer que creí ver la noche anterior, antes de perder el conocimiento. Mi intuición me lo aseguró. 

Sus labios dibujaron una sonrisa, dejando en evidencia unos incisivos centrales considerablemente separados. Pronto caí en cuenta y la reconocí perfectamente. Se trataba de la hermana Maritza, una monja entregada al pueblo siempre dispuesta ayudar a todo aquel que lo necesitase. La señora tenía años de brindar servicio voluntario, y no sólo en este pueblecillo sino también en muchos otros. Según entendí, la mujer rondaba los cuarenta años de edad y quien sabe cuántos años de servicio al señor. La última vez que la vi (excepto el día anterior antes de desmayarme) fue un par de meses atrás, cuando, junto al sacerdote Fredy, repartieron golosinas a la chiquillada de la barriada.  

Probablemente, la hermana Maritza se ofreció en ayuda del cuido de mi madre, porque siendo sincero, no me imaginé a mi padre con la suficiente capacidad de hacerse cargo él solo, no de un caso tan complicado como lo era cuidar a mi mamita. Ni siquiera la misma doña Yolanda. 

—Se te ha bajado bastante el chichón. —comentó la mujer con su tono de voz peculiar, parecía estar ronca, pero hablaba así naturalmente—. Tremendo susto nos has pegado, especialmente a mí. Cuando vi cómo te desvaneciste, casi me voy a la presencia del señor. 

Sonreí débilmente sin ánimo alguno, lo hice para no ser descortés. Llevé una mano a mi cabeza y palpé suavemente la zona del golpe, sentí como el chichón se había desinflamado considerablemente, bueno… en realidad no recordaba bien si lo tenía o no. También noté algo extraño, sentí resbaloso, mejor dicho: grasoso.  

Alguna reacción extraña debí expresar, porque la hermana se apresuró a aclarar: 

—No te preocupes por eso querido Anderson, es mantequilla. Te apliqué un poco ayer, cuando Yolanda se marchó a su casa. Eso ayuda a desinflamar. Ya ves que bueno es. 

Cada vez que me hacía un chichón (quizá había tenido unos cinco chichones en el tiempo que llevaba vivo) mi mamita me aplicaba una capa de mantequilla y, dejaba los chichones bien amarillos y enmantequillados, lo más probable debían parecer un pedacito de pan antes de tostar. 

—Una antigua técnica. —masculló distraída, acomodando minuciosa el crucifijo torcido sobre su pecho. El detalle era tan mínimo que nadie lo notaría, de no ser porque vivía pendiente de si la cruz estaba derecha o no. Su mayor manía. 

Mantuvimos una conversación de poco interés para mí. Aunque no puedo negar, hubo situaciones espeluznantes y horripilantes, donde me contó cuando años atrás, tuvo uno de sus tantos encuentros con el mismo Satanás. En ese entonces fue voluntaria en una de las tribus aborígenes del país, no quiso decirme cuál ni dónde. Según entendí, ella junto a unos tantos voluntarios más, tuvieron como propósito ayudar a los aborígenes enfermos, llevarles medicamentos, alimentos y demás. En ese tiempo, tuvieron que quedarse en un cerro en unas pequeñas cabañas construidas ni muy cerca ni lejos de la tribu asignada. Llegada la hora de dormir, escuchó un grito femenino lleno de pánico, luego se oyó otro y otro, formando una sinfonía aterradora bajo la oscuridad de la noche. Finalmente, lo inesperado sucedió. La puerta de paja de la cabaña donde se encontraba se abrió, y lo que vio fue una imagen casi imposible de describir. Sus dos compañeras de cuarto comenzaron a temblar frente aquella monstruosidad: un cuerpo semejante al de un humano alto y delgado pero muy jorobado.  La hermana supo que no se trató de un invasor de alguna tribu aborigen, sino algo más, de una fuerza maligna muy poderosa. Me aseguró que por más o poca similitud que tuviera con un cuerpo humano, esa criatura abismal no podía serlo. Cuando aquel monstruo dio el primer paso para ingresar a la cabaña, la hermana Maritza sintió como las lágrimas bajaban por su rostro. Los gritos desconsolados de sus compañeras le perforaron los tímpanos. Horrorizada, se apresuró a persignarse, se quitó el fiel crucifijo que siempre llevaba en su pecho y lo colocó frente a la antinatural criatura, luego recitó en voz alta: “Me encomiendo en el nombre de mi amado señor Jesucristo, y en su mismo nombre te destierro criatura de Satanás”. No acabó de pronunciar las benditas palabras cuando la criatura abandonó el sitio. Casi al instante la hermana salió de la cabaña, donde se reencontró con las demás voluntarias y voluntarios. El pánico abundó a más no poder y el llanto también, pero gracias a Dios todos salieron ilesos. Al menos físicamente, porque hubo quienes quedaron con traumas después de esa noche. 




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