Permanecí encerrado en mi habitación, salí una única vez en horas de la tarde para ir al baño y luego me acosté de nuevo. Durante el transcurso del día recibí constantes visitas de la hermana Maritza, quien demostraba preocupación por mi estado. Más allá del golpe, lo que realmente le preocupaba era el que me negaba a salir de mi habitación, pero se tranquilizó al ver que acepté y devoré el almuerzo que doña Yolanda preparó.
Cuando Jorgito vino a verme por la tarde, trajo un recipiente plástico azul con chorreadas, él mismo las preparó con ayuda de su madre. Aunque actuó de manera desigual a como solía hacerlo, su visita me sentó bien.
El aire helado de la noche rozó la piel desnuda de mis brazos provocándome frío. Por fortuna, durante el atardecer la gentil hermana Maritza pasó por mi habitación para encender la vela que iluminaba el interior. Era algo que acostumbrábamos para no tener tantas luces encendidas, además de que la luz artificial resultaba agotadora para la vista. Caminé al ropero en busca de mi abrigo favorito y me lo coloqué.
Al salir de mi habitación ahogué un suspiro. Quedé frente a la puerta del baño y de la cortina que daba paso a la habitación de mis padres. Avancé hacia la tela blanca, a través de ella contemplé la claridad que la vela producía en el interior. Durante todo el día me negué a visitar a mi madre, pero ¿cómo podía abandonar a la mujer que me dio la vida? Si yo hubiese estado en su situación, ella jamás se alejaría ni un instante de mi lado.
Sin pensarlo más ingresé.
—¡Papá! —exclamé al verlo.
El hombre que se encontraba con una mano sobre la mejilla izquierda de mi madre me miró con desconcierto. El asombro fue mutuo. Probablemente él al igual que yo, no esperó un encuentro en ese momento. Aunque debí suponer que lo encontraría en su habitación.
—¡Vaya, Anderson! —espetó sin ánimo. Aprovechó y alejó la mano de la piel de su esposa—. Por fin sales de tu habitación, justo pensaba ir a verte. ¿Cómo te encuentras?
—Mejor que ella. —susurré, mirando la sábana blanca que cubría a mi madre desde su pecho hasta los pies—. ¿Y tú?
Lentamente bajó el entrecejo, manteniendo la mirada en ella. Suspiró agotado y luego hizo algo que me sorprendió: se desplazó por mi lado saliendo de la habitación, dejándome con las palabras en la boca. Fue algo que no vi venir, pero al final al igual como lo hizo durante la mañana, me ignoró por segunda vez.
Me acerqué a la cama para observar a mi madre. A diferencia del día anterior que estuve asustado, esta vez mi interior adolorido mantuvo un estado de serenidad. Gracias a ello observé algo muy importante que antes no noté: dos mangueras delgadas y transparentes que entraban por su nariz.
Como la luz de la vela no poseía fuerza suficiente para brindarme una visión clara, caminé a la entrada y presioné el interruptor al lado de la cortina, rápido el bombillo iluminó todo el interior.
Frente a mi madre, nuevamente observé con cautela y asombro aquellas mangueras invadiéndole los orificios nasales. Más abajo se fusionaron en una sola, y continuaban hasta llegar a un tanque de tamaño mediano donde estaban conectadas. No comprendí la función que ejercían, pero de algo sí no tuve duda, ese aparato mantenía con vida a mi madre, al menos lo que aún vivía de ella.
En un instante toda aquella serenidad se esfumó. Sentí como mi espalda se heló, como el miedo se disparó bruscamente envolviéndome cada célula del cuerpo. Mi corazón se desbocó luchando por atravesarme el pecho. Reaparecieron las ganas incontrolables de querer llorar, pero las lágrimas no brotaban, y no brotaron.
—Te amo. —solté sin pensarlo con poco aire—. Te extrañé mucho, mamá. —sabía que ninguna de mis palabras sería escuchada, pero sentí esa necesidad inexplicable de hablarle—. Extraño verte caminar, bailar con la escoba al hacer los quehaceres del hogar por la mañana, el sabor de tus platillos. Hecho mucho de menos el timbre de tu voz, tus abrazos, tu calor y tu amor.
Poco a poco sentí como los agresivos latidos de mi corazón iban cesando, al igual que el frío en mi espalda y el miedo en mi interior. Al hablarle a mi madre conseguía liberarme de esa carga interna.
—Extraño preparar la cena contigo para papá. —continué con voz quebrada—. Extraño tomar tu mano. Extraño escucharte, cantar contigo a la luna, acostarnos a observar las estrellas. Extraño verte sonreír y sobre todo escuchar tu risa. Extraño mirar tus hermosos ojos. Extraño… extraño todo de ti mamá.
Miré a través de la ventana. La noche estaba hermosa y clara, igual que aquellas noches en las que mi madre tendía una sábana sobre el césped, y nos acostábamos a observar el cielo estrellado y la luna, donde varias veces fuimos testigos de las hermosas estrellas fugaces, a las cuales le pedí mis deseos secretos: uno de ellos fue felicidad para mi familia durante muchos años, pero al parecer ese deseo jamás fue escuchado por aquella estrella viajera.
Naturalmente comencé a cantar en voz baja:
“Luna lunita, que me miras desde el cielo,
iluminando siempre mi sendero,
por eso esta noche te ruego,
le digas a Diosito que cuide a mi mamita desde lejos”.