Los rápidos pensamientos hicieron lo suyo: aturdir mi cabeza, justo como sucedía en los últimos días cada vez al quedar solo. Las ideas volaron, provocando situaciones angustiantes en mi mente, situaciones que podían ser o no ciertas, pero lo que más me atormentaba era no saber el significado de aquel sueño, y por más que me esforzaba en comprenderlo no lo conseguía.
Empecé a aborrecer la hora de dormir, eso significaba soñar y estaba harto de los sueños. Tenía varias noches soñando lo mismo: con mi madre. Yo le hablaba, pero no me oía, ella decía algo y me era imposible escuchar sus palabras, veía como sus labios se movían, pero no era posible descifrar las frases que formulaba. Luego aparecía mi otro yo, conversando con mi madre mientras contemplaban la luna acostados en una sábana blanca en el patio, se entendían a la perfección, pero yo a ellos no. Por último, el sueño acababa con ambos pronunciando una frase, de la cual solo percibía con claridad: “eres nuestro vínculo”.
Desde la primera vez que tuve el sueño, se repetía noche tras noche, sin excepción alguna y sin omitir detalle alguno. Sentía un mal presentimiento, no por lo que mostraba el sueño en sí, sino por ser uno repetitivo. ¿Era un mal augurio?
—Anderson. —exclamó de pronto la voz de mi padre. Sobresalté nervioso. Como no pronuncié palabra alguna prosiguió—: ¿Podemos hablar?
Un escalofrío recorrió mi pecho. Papá estuvo evitando mi presencia a toda costa. Toda esa abrumación interior causada por el sueño, se vio intensificaba con el paso de los días, al saber que él no hacía intento de conversar conmigo.
Asentí a su pregunta y se acercó lentamente.
Por un instante una sensación inexplicable me invadió, haciéndome sentir fuera de la realidad, solo escuchaba mi corazón latir con fuerza. Inhalé aire y escuché una pisada resonar en mi cabeza, exhalé y una nueva pisada retumbó más fuerte que la anterior. Ambos sonidos continuaron trabajando al unísono, cada vez más potentes, más ensordecedores.
Mi padre se sentó y colocó una mano en mi hombro derecho, en ese instante sentí una calma inesperada.
—¿Te sientes bien? —inquirió mirándome con atención. Deslizó la mano sobre mi mejilla derecha—. Estás helado.
Bajo sus ojos se marcaban unas ojeras sumamente pronunciadas, su cansancio no podía ser más notorio de lo que ya era.
—Estoy bien. —mentí—. ¿Y tú?
Tragó grueso. Quitó su mano de mi mejilla solo para dejarla descansar sobre mi espalda.
—Hay algo importante que debes saber. —comentó, ignorando hablar de cómo se estaba sintiendo.
—Papá, por qué… —pensé en preguntarle por qué me cambiaba el tema, pero caí en cuenta que si no hablaba de ello es porque tendría su motivo, no debía interferí ni presionarlo, así que decidí quedarme con la duda. Finalmente pronuncie—: ¿Es sobre mamá?
—Sí.
Suspiró dando un par de palmadas en mi espalda, luego me tomó por los hombros. Esa mirada profunda y a la vez adolorida resultó bastante incomoda. Sus ojos rojos e hinchados dejaron claro que estuvo llorando recientemente, justo como venía haciéndolo días atrás.
Sin saber aún que me diría exactamente, me atreví a formular una pregunta cruel en mi mente: ¿Sería capaz esta vez de terminar la conversación o se marcharía como era habitual?
—Anderson, antes que todo te pido no lo tomes a mal, pero por favor no digas nada hasta que acabe de hablar, porque si me veo interrumpido, no sé si seré capaz de acabar. —guardó silencio, quizás esperando una respuesta, por lo cual asentí—. Sabes que es difícil para todos, para ti y Yolanda, para todas las personas que amamos a Nora.
Jaló aire y cerró los ojos, sus manos apretaron mis hombros con fuerza, causando un poco de dolor. Solté un quejido y de inmediato abrió los ojos quitando las manos de mis hombros.
—Lo siento Anderson, no quise herirte. —aclaró en un tono culpable—. Es que yo… estoy cargando con mucho estrés, incluso siento enojo, odio y rencor con…
La voz se le quebró en el acto. Intentó hablar nuevamente, pero la muy traicionera le jugó una mala pasada. Clavó los dedos sobre la sábana de la cama y la apretó con fuerza. Su mirada cambió, transformándose en una llena de rabia e intimidante, me causó miedo e inseguridad.
—Todo por mi culpa. —logró decir por fin—. Por mí, solo por mí, todo por mí. Soy tan estúpido. Soy yo quien debería estar postrado en esa cama. Soy yo quien debería sufrir esas consecuencias, no tu madre. Soy yo quien debería pagar todo porque fui quien causé esto. ¡Es mi maldita culpa!
Sentí mi corazón golpear contra mi pecho con fuerza, amenazando por atravesarlo. Mis manos temblaban al igual que mis pies y el resto de mi cuerpo. Jamás vi a mi padre perder la cordura y hablar de tal manera, eso me hizo sentir miserable.
—El doctor vino esta mañana. —prosiguió en tono más tranquilo, pero aún se le atoraban las palabras al ir saliendo—. La hermana Maritza lo hizo venir. —me miró. Una lágrima se deslizó de su ojo izquierdo—. Anderson, sé que no debería decirte esto, planeaba reservármelo porque quiero protegerte, eres un niño y hay cosas que aún no deberías procesar, pero el doctor me aconsejó que lo mejor es decírtelo para que estés preparado.