Luna Auxíliame

13. Nuestro vínculo

—A poco… ¿no son hermosas? —inquirió, segundos antes de que el trillo de luz se desvaneciera ante nuestros ojos. 

 La leve brisa hacía de la velada nocturna ideal, una noche ni calurosa ni helada sino fresca, perfecta para contemplar el cielo estrellado y disfrutar de la espectacular lluvia de estrellas fugaces. Nunca pude observar más de una estrella fugaz en una noche, en lo que llevaba de vida solo había observado unas cuantas, tan pocas que hasta las podría contar con los dedos de una mano y me sobrarían. Mamá y yo observamos cinco, no era una lluvia real de estrellas fugaces donde se desprendían miles de lucecitas una tras otra sin parar, pero para mí sí ya, que era la primera vez que presenciaba más de un lucero desvanecerse en una misma noche, y cinco ya eran demasiadas, tanto así que me parecía irreal. 

—Sí que lo son mamá, tanto como la mismísima luna. 

El astro sobre nosotros resplandecía de un hermoso tono amarillento, su tamaño intimidaba a cualquiera, se contemplaba grande, muy grande, mejor dicho, gigante, probablemente como jamás antes fue visto por alguien. Cinco estrellas fugaces y la luna más grande hacían de la noche única, sobre todo por el mágico toque que le brindaba la melodía de los centenares de chicharras cantantes. 

La vi sonreír, no supe porque, pero verla hacerlo me llenó de un profundo sentimiento de nostalgia combinado con alegría. Sentí como si hubiese transcurrido una infinidad de tiempo sin haberla visto sonreír, días, semanas, quizás hasta años, no sabía calcular cuánto tiempo con exactitud. Pero claro, sólo se trataba de una sensación extraña, porque la veía sonreír a diario, sonreírme a cada rato, siempre. 

Carcajeamos cuando nos rascamos al unísono, ella su cuello y yo ambos brazos. Estar acostados sobre el césped ya nos comenzaba a cobrar factura y la comezón hacía una leve presencia, tan débil que aún no incomodaba en exceso. Ella lo había advertido: 

“Si nos acostamos directamente en el césped sin una sábana de por medio, nos dará comezón en un rato”. 

Al final por mi insistencia aceptó arriesgarse, y por supuesto yo también, porque pensé que esta noche algo importante iba a pasar. 

Suspiré al mirar sus ojitos marrones, brillaban cristalinos ante el reflejo de la claridad nocturna, hermosos y tan cálidos que de inmediato me transfirieron una paz inimaginable. Mientras continuó mirando el astro en el cielo, noté como a través de sus ojitos se reflejaba la luna con claridad, tanto que parecía tener un par de espejos en vez de ojos, y por eso los consideré mis espejos personales, espejitos que me llenaban de alegría cada vez que los admiraba. 

—¿Pediste tus deseos? —inquirió, para luego mostrar una sonrisa dulce y con ella su precioso camanance sobre su mejilla izquierda. 

—Sí mamita. 

Mis deseos fueron los mismos las cinco veces que los meteoritos habían deslumbrado en el cielo nocturno:  

“Protégenos siempre lunita”, pedí también para mis adentros. Tuve mucha fe y esperanza de que así sería hasta el final de nuestras vidas. 

Sus labios empezaron a moverse en un ritmo lento, su delicada voz los acompañó en un suave tararear, formando una melodía aguda, dulce y profunda. Rodeo mis hombros con su brazo derecho y me jaló hasta pegarme a su cuerpo en un gratificante abrazo. Detuvo su tarareo un instante sólo para besar suavemente la coronilla de mi frente, luego continúo con la melodía para finalmente contar la letra de la canción: 

 

 

“Luna lunita, que me miras desde el cielo 

iluminando siempre mi sendero, 

por eso, esta noche te ruego, 

le digas a Diosito nos cuide desde lejos. 

 

Luna lunita, lunita presiona,  

Tú que me miras desde el cielo, 

iluminando siempre mi sendero,  

por eso esta noche te ruego, 

le digas a Diosito que jamás nos separe. 

 

Luna lunita, lunita presiona, 

tú que me miras desde el cielo, 

iluminando siempre mi sendero,  

por eso esta noche te ruego 

le digas a Diosito que nos permita ser felices con lo que tenemos”. 

 

De pronto, sin explicación alguna comencé a sentir como un frío invadió mi interior. Mi corazón se aceleró y mi cuerpo tembló. Miré a mi madre quien ya había concluido de cantar, me observaba con tanta tranquilidad, parecía no darse cuenta del miedo repentino que me llenó de forma inesperada. Sentí una ligera capa de sudor humedeciendo mis manos. Rodeé ambos brazos a su alrededor y me aferré con tanta fuerza como me fue posible. 

—Tengo miedo —susurré, con el cuerpo más tembloroso que antes—, mucho miedo mamita, mucho. 

—Lo sé, pero es normal mi pequeño, sentir miedo. 

Algo en mi interior me aclaró la posible causa del pánico. 

—Sentir mi ausencia y soledad es el detonante de ese miedo, de ese dolor en tu corazón. —dejó de abrazarme para colocar una mano sobre mi pecho—. Es algo con lo que aprenderás a vivir —sonrió—, lo superaras rápido. Aunque no me vuelvas a ver siempre estaré a tu lado cuidándote, amándote. Siempre voy a protegerte. 




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