Luego del fallecimiento de mamá, todo transcurrió de una forma muy rara y extraña. No me acostumbraba a lo acontecido, pero tuve claro que mi vida cambió de manera drástica para siempre. Constantemente una idea deambulaba en mi mente, cada vez más frecuente, resultaba desesperante: aún debía vivir situaciones más dolorosas y complicadas.
El día del sepulcro de mamá estuve muy tranquilo, incluso me sentí entre feliz y triste, una combinación de sentimientos poco común. Pese al dolor que experimenté, ver las personas allegadas a mi mamá me alegró, porque desde que murió mi abuelo, su familia no volvió a interesarse en ella. De algo estuve seguro y es que ahora estaría feliz allá con su papito en el cielo.
Durante la misa, el sacerdote Fredy mencionó obras muy bonitas que mi mamá hizo en la iglesia, como las veces que se ofreció a limpiar y decorar el templo. También conmemoró cuando utilizó su precioso don para cantar en el coro durante las celebraciones eucarísticas. No dejó por fuera las deliciosas comidas que preparó para recaudar fondos.
La hermana Maritza dio un discurso muy motivador, donde destacó el buen corazón que mi mamá tuvo, siempre ayudando al prójimo. También recordó la vez que fue partícipe de un grupo pequeño de voluntarias del pueblo, donde un día llevaron alimentos y ropa a personas necesitadas. Y por supuesto, las veces que se ofreció a cuidar enfermos.
Doña Yolanda y don Rafael recitaron unas palabras muy hermosas, tuve que esforzarme demasiado para no llorar, aunque al final no pude resistir más. Varias personas también mencionaron cosas maravillosas de mamá, me sentí tan orgulloso de ella.
Estoy muy agradecido y honrado con Dios por darme la oportunidad de que ella fuese mi madre, aunque claro, tuve esa oportunidad durante muy poco tiempo, aun así, jamás terminaré de agradecerla.
Desafortunadamente no pude escuchar el discurso que más deseé oír: el de papá, porque decidió quedarse en casa. No volvió a surgir oportunidad para hablar con él desde que mamá murió, cuando lo veía me evadía agachando el rostro, pero no solo a mí, también a los demás.
Para retirar el cuerpo de mamá de casa fue todo un dilema, porque mi padre se aferró al ataúd y no dejó que nadie lo sacara. Yolanda me llevó a su casa, cuando todo hubo pasado nos dirigimos a la iglesia, donde ya esperaba el cuerpo de mi madre.
Lo más difícil de todo fue presenciar el ataúd descender en aquel hueco profundo en la tierra, y sobre todo saber que papá se negó a estar conmigo. Yolandita, don Rafa y Jorgito estuvieron apoyándome, aun así, deseé que papá también hubiese estado. La verdad no lo culpo, creyó que todo fue su culpa y no fue así. Las desgracias suceden inesperadamente y solemos culparnos, este fue el caso de papá.
Cuando los sepultureros acabaron su labor, todas las personas que llevaron flores las colocaron sobre la tumba. Los últimos en dejar flores fueron Susanita y su padre don Casimiro, el pulpero que se creía gracioso, aunque el señor no me simpatizaba me sentí agradecido por su presencia. Antes de retirarse ambos se acercaron para darme su pésame, la muchachita me regaló un cálido abrazo y su padre unas cuantas palmadas en el hombro derecho.
Ver tantas flores donde se enterró a mi madre me llevó a otro golpe de realidad: a todos nos espera lo mismo, y no me sentía preparado para volver afrontar alguna pérdida, pero tarde o temprano sucedería, es parte del destino. No todas las personas corren con la dicha de tener seres queridos que le den sepultura, y hay casos de familias que tampoco pueden enterrar a su ser querido. Hacerlo para mi madre fue un regalo de Dios.
Me costaba creer que fuese real. En un comienzo hice de la idea que era una pesadilla, la cual desafortunadamente demoraba en acabar, pero al despertar un día tras otro, acabé por comprender que no era un mal sueño sino la cruda realidad. Era yo contra ese deseo por despertar un día y que todo volviera a ser como antes, contra la constante labor de hacerle creer a la mente que ese ser querido anda de viaje y pronto regresará, pero jamás sucederá.
***
Volteé hacia mi amigo, su silencio durante el día fue tedioso, y más aún porque en los últimos días me dirigió la palabra lo mínimo posible. Su silencio sí lo incomodaba, más porque sabía que mi padre se había aislado, ese distanciamiento era suficiente y no necesitaba otro más.
Después de una semana completa de duelo, regresé a la escuela y el ambiente fue justo como lo esperé: incómodo. Todos me observaban con frecuencia, incluyendo estudiantes de otros niveles.
—Este primer día de clases fue una tortura. —susurré a mi amigo—. Nadie dejó de mirarme.
Noté cierta incomodidad en su rostro. Se mantuvo en silencio mientras quizás observó mi nariz, probablemente ganando tiempo al pensar las palabras idóneas para responder.
—Y peor aún… —volví a expresar—. No me diriges la palabra. Y a diferencia de los demás —miré al suelo—, ni has volteado a verme. ¿Por qué?
Tragó grueso y se sonrojó, pareció no tener idea de que expresar al respecto, igual como lo hizo durante todo el día. Fue cierto que los días anteriores casi no me habló, pero este no lo había hecho ni una sola vez.
—Bien yo… —comentó por fin—. Sinceramente me siento muy apenado por hacerte sentir así.