En los últimos días experimenté un sentimiento neutral, por llamarlo de alguna manera, en donde no me sentía feliz ni mucho menos triste, solo viviendo. No tuve queja alguna de este estado de ánimo, ya que me mantenía alejado del estrés. Claro, aunque sin nada de motivación y lo consideré mejor así. Pero como todo, siempre existe una excepción, y esta era ver como había crecido el abdomen de mi amada Kiara. Estuve seguro de que los cachorros llegarían en pocos días, eso me emocionaba.
Kiarita avanzó hasta la puerta de la habitación dando pasos lentos, casi arrastrando la barriga por el suelo. De no ser porque su peso actual se lo impedía, además de su nula energía, se hubiese levantado sobre sus patitas traseras para rasgar la puerta con las delanteras, esa era la forma en que pedía dejarla salir del cuarto.
Esa pequeña perra barrigona, vaya que me hacía feliz. Solo ella conseguía sacarme de ese estado donde no sentía nada. Mi terapia perruna.
Caminé a su lado y abrí la puerta.
Al otro lado nos recibió el aroma embriagador del café mañanero recién chorreado. Incitado por el fresco olor, un fugaz recuerdo atravesó mi memoria. Añoré aquellas mañanas en las que tomaba café en la mesa, acompañado por mamá y papá. Esos días cuando éramos felices de verdad, donde mi padre y yo no conocíamos el dolor de la ausencia de una madre y esposa. Cuando el sí era papá y no un desconocido. Cuando fuimos una familia completa y unida. Lo que fuimos antes de que la desgracia decidiera posarse sobre este hogar, antes de destruimos.
Seguí a mi perrita con paso lento a través de la sala hasta la cocina. Sobre la mesa, estaba el pichel humeante del café que aromatizó toda la casa, al lado, una bandeja con tamal de maicena que Yolanda preparó la noche anterior.
Al llegar a la parte trasera de la casa me detuve en seco al observar a mi padre abrazando a Yolanda. Kiara avanzó y salió sin que se dieran cuenta. Retrocedí unos pasos y recosté la espalda a la pared al lado de la puerta, evitando que me vieran.
—No más, Norman… —expresó Yolanda—. Anderson necesita un papá presente. Suficiente tiene con perder a su madre, no le quites también a su padre. No te niegues más a estar con él, por favor.
Se escuchó un suspiro lleno de dolor y agonía, fue de mi padre. Transcurrió más de un año, hasta hoy, antes no supe nada de él. Se marchaba temprano a trabajar y regresaba cuando yo ya estaba acostado. No lo volví a escuchar llorar por las noches, supuse que se desahogaba antes de llegar a casa, quizás durante el día de trabajo, tal vez en el camino de regreso, o a lo mejor ya no lo hacía. Pero a través de ese suspiro supe que aún cargaba un corazón con heridas abiertas y profundas, nada cercanas a sanar.
—Lo sé muy bien Yolanda. —respondió, con voz quebrada—. Llevo mucho tratando de hacerlo, quiero acercarme a él.
—¿Entonces, por qué no lo has hecho?
—No es fácil, no puedo fingir que nada sucedió.
No me di cuenta del momento en que llevé mi mano derecha al pecho, hasta que sentí como el corazón bombeaba con fuerza.
—Norman…
—No después de que le arrebaté la vida a su madre. —la interrumpió exasperado—. A mi esposa.
Apreté con fuerza allí donde mi corazón golpeaba, sentí como las uñas lastimaron la piel causando ardor.
—No fue tu culpa Norman.
—Claro que fue mi culpa.
—Ya no te culpes más por el pasado, acéptalo y permítete ser feliz.
No reprimas más lo que sientes, eso acabará por envenenarte el alma, y también la de los que te aman.
—Anderson nunca me perdonará lo que hice.
—Te garantizo que él nunca te responsabilizó. —la mujer suspiró—. Si le debes una disculpa a alguien, es a ti mismo por resentirte tanto, eso te está asfixiando. Comienza por ahí, por perdonarte.
—Me he pedido perdón muchas veces, pero no he logrado nada Yolanda. ¡No sé qué más hacer!
—Recuerda, el perdón no es solo decir lo siento, es encontrar la paz con uno mismo.
Escuché unas cuantas palmadas en la espalda, no supe si fue mi padre a Yolanda o viceversa.
—El carajillo es la clave, juntos sanaran todo.
Lo pude sentir, después de días reapareció en mi pecho esa sensación horrible la cual relacioné con miedo.
—Se enfriará el café Norman. Ve a tomar y reflexiona sobre lo que hemos hablado.
Escuché unos pasos acercarse, avancé hacia mi habitación rezando para que no se dieran cuenta que los espié. Al llegar tomé algo de ropa y me dirigí al baño. No acostumbraba a escuchar conversaciones ajenas, pero al observar a mi padre quedé perplejo.
Mientras el agua helada caía sobre mi cabeza, recordé la reciente conversación entre mi padre y doña Yolanda, sobre todo el dolor en sus palabras, cubiertas por un sentimiento de remordimiento que lo atormentaba. Con eso tuve una idea de lo tanto que sufría en silencio, solo él podía guardar ese tormento para sí mismo con la intención de no lastimarme, pero lograba lo opuesto. Yolanda tuvo razón en decirle que juntos podemos atravesar este duelo, lo necesito a mi lado.