Como mejor lo hacía, el tiempo transcurrió efímero. Tres años volaron como si solo hubiesen pasado unos cuantos meses, y con ellos el dolor apaciguó bastante. No dejó de doler, pero con el tiempo uno aprende a sobrellevarlo. Las heridas jamás terminan de sanar, siempre quedan cicatrices, algunas más grandes que otras, pero hay que continuar.
La pérdida de mi madre fue un golpe muy duro, cualquiera que haya perdido a la suya lo entiende. Lo sobrellevé bien, resultó mejor de lo que imaginé en un inicio. Recibir un segundo golpe en tan poco tiempo fue algo inesperado. Kiara fue mi lugar seguro luego de perder a mamá, su amor también fue incondicional a pesar de ser un simple perro como muchos dirían. No lo niego, los primeros días a la pérdida, fueron los peores, por las noches su ausencia se me dio mucho, me acostumbré a que ella durmiera conmigo en la cama, o en ocasiones a un costado en el suelo, pero siempre a mi lado.
Por fortuna papá mejoró bastante y su compañía me ayudó a soportar mucho, y por supuesto mi madre que, aunque no la veía sabía que me cuidaba desde el cielo y me daba fuerzas. No podía dejar mi segunda familia por fuera, también fueron clave en el proceso. Jorgito quien compartía conmigo casi todo el día, ayudaba con sus ocurrencias que distraían lo suficiente para mantener mi mente ocupada, ejercía muy bien su papel de mejor amigo.
Por otro lado, con don Rafael no compartía tanto, ya que ahora las tardes y noches me las pasaba en mi casa y no en la suya como en el tiempo que esperé el regreso de mis padres, aun así, las pocas veces que coincidíamos, alegraba bastante mis ratos.
Por último, mi amada segunda madre, mi tía por elección: doña Yolanda. Su forma única de ser, esa esencia inigualable que desbordaba con solo mirarla, me dejaba en una deuda que no acabaría de saldar nunca. Sin ella, el recorrido hubiese sido muy complicado, pero siempre hacía de todo más sencillo.
—¡Bien ya está listo! —afirmó más entusiasmado que yo—. Seguro que a tu padre le encantará.
Jorge sonrió rascándose cerca del lunar en la nariz con la mirada perdida en el pastel de chocolate. La decoración del pastel era bastante sencilla, una deliciosa cubierta de dulce de leche con muchas gomitas adheridas por doquier, no era el más grande de todos, pero si del tamaño suficiente para comer por varios días.
Mi amigo mejoró bastante en la preparación de repostería, su madre lo instruía muy bien, aprendía de la mejor. Luego de casi volverme loco con su constante insistencia para dejarlo preparar el pastel a mi padre, accedí, pero con la condición de que me permitiera ayudarlo para yo también aprender.
—Apuesto a que sí Jorge, a papá le gusta mucho el pan que preparas. Una vez dijo que tienes mucho talento para ser buen panadero.
La piel morena de sus mejillas se sonrojó un poco y dejó escapar una risita nerviosa. Tomó el pastel y lo llevó a la mesa, donde lo cubrió con un recipiente plástico para que no se mosqueara.
—El panadero Jorge, ya lo verás. —agregué, alborotándole el cabello con ambas manos.
Olfateé el aire embriagándome del aroma a pan fresco. Delicioso. Tuve plena seguridad de que este pastel era lo mejor que mi amigo había preparado hasta ahora, y lo que más me enorgullecía es que desde hace mucho no necesitaba ayuda de su madre para hacerlo.
Unas pisadas llamaron nuestra atención, cuando volteamos nos encontramos con ella. Traía consigo una olla la cual dejó sobre la mesa, el olor arroz cantonés inundó la cocina. Mi estómago rugió quejándose hambriento.
—Un arrocito cantonés con ensalada rusa para festejar los treinta y cinco años de Norman. —comentó con el mismo entusiasmo de siempre.
Jorgito sonrió, pero con una sonrisa débil y más apagada de lo habitual. Lo entendí perfectamente, compartíamos el mismo sentimiento, uno que promovía la tristeza, en él por primera vez, en mí por otra ocasión más. ¿Hasta cuándo?, me pregunté el día que recibimos la noticia, antes de que el cambio físico en ella fuese notable.
Yolanda no era la misma mujer robusta que solía ser, ahora lucía más delgada. Sus Cachetes regordetes desaparecieron casi por completo, los brazos eran más menuditos. Desde los últimos cinco meses, su cuerpo decaía, pero su esencia permanecía intacta.
En ocasiones por las noches, mi amigo me buscaba en mi habitación, y se desboronaba en mil pedazos en un llanto lamentoso que parecía no acabar, yo me unía a su dolor y acabábamos con los ojos hinchados y achinados. La noche que más lloramos fue hace menos de dos semanas, cuando escuchó como su madre le confesó a su padre que su caso no tenía cura. Claro, Yolanda no sabía que Jorge la escuchó, y con frecuencia nos recalcaba que pronto estaría bien
Sin poder contenerse más, mi amigo se lanzó sobre el pecho de su madre y la abrazó con fuerza, ella le correspondió el abrazo mientras le besó la frente. Verlos hizo reaparecer una vieja sensación que desde hace bastante no sentía, incluso la había olvidado: el escalofrió en mi cuerpo al sentir miedo. No supe que me causó más nostalgia, si verlos abrazándose sin yo poder abrazar a mi madre, o bien, el dolor de saber que un día al igual que mí, Jorgito no volvería a disfrutar el calor de su madre.
—Ya les he dicho que voy a estar bien. —repitió tratando de llenarnos de optimismo.
Con una sonrisa, Yolanda extendió un brazo invitándome a su abrazo consolador. Y así lo hice, con un brazo rodeé su espalda y con el otro a mi amigo, y me aferré con fuerza a ambos. Más que nunca quise congelar el tiempo y quedarnos así para siempre, estuve seguro de que mi amigo y Yolanda también lo desearon.