Luna Auxíliame

22. Yolanda

Inhaló profundo purificando sus pulmones con el aroma del café recién chorreado. Dio un pequeño sorbo, sintió como su lengua fue abrazada por el calor de la bebida negra, estaba tan caliente que sintió como le quemó, aun así, dio otro sorbo. Por un momento, la experiencia la hizo sentir más viva que nunca. Hacía días de estar cada vez más agotada, su cuerpo se degastaba de forma rápida, más de la que tuvo presente. Tenía claro que era parte del proceso del destino que le esperaba a la vuelta de la esquina, porque así Dios lo dispuso, y aunque no entendía el porqué, aceptó con firmeza su carga desde el día que la supo. 

“Los planes del señor son tan perfectos como incomprensibles para nuestro razonamiento”, se pensó, acabando con el último trago de la bebida. 

 Su mente voló y recordó meses atrás: 

 

Tenía un par de semanas de estar internada, durante las cuales le estuvieron realizando un sinfín de pruebas en busca de lo que le causaba todos aquellos malestares, que en un principio fueron inadvertidos hasta llegar a ser más notorios. Su preocupación fue instantánea al notar que algo dentro de ella no funcionaba bien. Comenzó a perder peso, y la mayor parte del día lo trascurría con náuseas, pero el detonante que la hizo acabar en el hospital fue cuando notó que su abdomen comenzó a hincharse y la inflamación fue persistente. 

Aquella mañana luego de ingerir el insípido desayuno que servían en el hospital, a duras penas pudo comer un poco. Vio entrar aquella mujer baja de tez morena con ojos oscuros, tenía los labios más carnosos que jamás vio, solía llevar la melena negra suelta para presumir los rizos, pero esa vez llevó el cabello atado en un moño. No supo cómo sentirse, si feliz o triste, tranquila o asustada, tuvo una mezcla de emociones tanto nuevas como acumuladas, como hace mucho no le sucedía. Solo quería una cosa en ese instante, y era que la doctora le dijera sin rodeo alguno la situación en la que se encontraba. 

La doctora la saludó cortés y ella le devolvió el saludo con nerviosismo. Al ver el semblante de la elegante mujer morena, a la cual le calculó unos cuarenta y cinco años aproximadamente, tuvo el presentimiento de que oiría algo poco agradable, no lo dudó, lo sintió en el pecho, en el corazón. Suspiró mientras observó como la doctora dio un vistazo rápido al expediente que sostenía en las manos. Hubo un choque de miradas incómodo para ambas durante los primeros segundos, en especial para la doctora, que en tan pocos días y con breves platicas, reconoció el gran corazón de la paciente. 

—Sin rodeos, por favor doctora. —pidió Yolanda, con la mano diestra sobre el abdomen inflamado y adolorido—. Permítame saber de una vez por todas lo que tengo. Sé que no es nada bueno, lo presiento. 

Sintió un escalofrió cuando la doctora avanzó un par de pasos y sujetó con la mano libre la suya, la apretó con ímpetu como si tratara de trasmitirle fuerza. 

—Lamento decirte Yolanda, que el diagnóstico no es nada favorable. 

No supo porque se sorprendió ante las palabras, si desde que la doctora ingresó a la habitación, algo en su interior le dejó claro que la noticia no sería buena. Aun así, en el impulso de la sorpresa, arrebató la mano que le sostenía la mujer de tez morena, y la llevó junto con la otra dejándolas sobre su boca en son de asombro. 

—¿Qué tan malo es?  —con ambas manos, sujetó la mano libre de la doctora—. Soy una mujer de acero, puedo soportar lo que tengas para decir. Pero por favor, sea rápida y directa, que esto comienza a frustrarme más de lo que ya estoy. 

Vio como en medio de un largo suspiro, la doctora dejó el expediente al borde de la camilla en la que se encontraba sentada. Sintió como sus manos se helaron sudorosas, tuvo un poco de pena, pues no sabía si la mujer de tez morena se incomodaría por eso. 

—Se trata de cáncer Yolanda, cáncer de hígado. 

Atónita, miró al cielorraso de madera y en su mente aclamó misericordia a Dios. 

—¿Se puede hacer algo? 

La doctora negó con la cabeza. Yolanda sintió una estocada en el pecho. “Tu poder no tiene límites mi Señor, pero sea cual sea mi destino acepto tu santa voluntad”, se pensó y una lágrima se deslizó por su mejilla. 

—Gracias doctora, por ser directa. —le soltó las manos y procedió a recostarse en la camilla—. Si bien no hay nada que se pueda hacer, no quiero saber más detalles al respecto. Dios me ira revelando su voluntad con el pasar de los días. 

  

Volvió de su recuerdo angustiante. 

No supo en qué momento se desplazó de su hogar a la casa de sus vecinos. Se sintió desorientada al encontrarse en la habitación de aquel carajillo, al que tanto amaba como si ella misma lo hubiera dado a luz. Lo miró acostado, aún dormido. Ese era uno de los miedos que tenía con respecto a su enfermedad, dejar a su hijo y esposo, pero sobre todo abandonar a Anderson. Sabía lo mucho que el joven sufrió y aun lo hacía, le daba pavor pensar en que podría sucederle al quedar solo, pues su padre daba indicios de perder la cordura. Al menos, Jorge contaría con su Rafael, pero no sabía con claridad si el pobre carajillo podría hacerlo con Norman. 

Algo que le dolía demasiado, era tener que engañar a los chicos de que todo estaría bien cuando en realidad no sería así. No podía ni siquiera pensar en la posibilidad de contarles la verdad sin ponerse a llorar. No quería preocuparlos, decidió que lo mejor era callar y guardar ese secreto, tarde o temprano se enterarían, pero sucedería conforme su deterioro se fuese dando, así se ahorraría palabras y evitaría esa plática amarga. 




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