El calor de la mañana lo despertó. Se llevó una mano a la cabeza al sentir como le palpitaba, le dolía bastante y la claridad del día no le sentó nada bien. Dio un bostezo y notó su aliento apestoso a alcohol.
Miró a su alrededor encontrándose acostado en el corredor de su casa. A primeras, se sintió confundido por despertar en otro lugar que no fuese su cómoda cama, pero tan rápido como llegó la confusión se fue, al tener recuerdos de lo que sucedió la noche anterior. Suspiró frotándose los ojos, se sintió avergonzado por el espectáculo que había hecho. Retar a Yolanda y hacerla sentir mal fue caer tan bajo como empujar a su hijo. Ambos se esforzaron en festejar su cumpleaños, y él arruinó todo ese esfuerzo. “Recibo más oportunidades de las que merezco”, se pensó.
“Papá, lo estuviste haciendo bien por tanto tiempo. ¿Por qué volver a tomar? Recuerda que la bebida no ha traído nada bueno para nosotros”, las palabras de Anderson resonaron en su mente causándole remordimiento. Se sintió nada orgulloso de lo que aconteció. Ahora que los efectos del alcohol habían pasado, entendió lo que su hijo trató de decir, lo malinterpretó haciéndolo pasar un mal rato enfrente de todos.
“¿Qué clase de padre soy?”, la pregunta le corroyó por dentro. “El peor de todos”, se respondió sin dudar.
Se levantó de suelo, por unos segundos sintió como el piso se le meneo de un lado a otro, se apoyó de la pared hasta que le pasó el efecto. Norman amaba refugiarse en el alcohol, desde joven lo había hecho, era su lugar seguro, porque cuando se embriagaba, conseguía sentirse bien, alegre, se despreocupaba. Claro, el efecto era en el instante, porque al día siguiente sentía de todo menos agradable. Por largo tiempo, logró alejar la bebida de su vida, pero por circunstancias que prefería no reconocer volvió a caer en ese vicio. Entendió que, gracias al licor, la vida se le desmoronaba, porque toda acción tiene una consecuencia sea buena o mala, y a él le estaban tocando las peores.
Giró la perilla de la puerta e ingresó a la casa. Al dirigirse a su cuarto se sorprendió, al encontrarse de frente a Yolanda quien salía de la habitación de su hijo. Ella lo miró con seriedad, pero segundos después le sonrió y lo saludó. Norman se heló cuando la mujer lo abrazó, no supo cómo reaccionar, así que se quedó ahí de pie, inmóvil, atónito.
—Norman… —expresó separándose de él, en el tono peculiar que la caracterizaba—. Voy a preparar algo de café para que desayunes, y le quede también al carajillo para cuando despierte.
La miró marcharse, caminando lento con una mano sobre el abdomen hinchado. Sintió una punzada en el pecho. No le entró idea en la cabeza, ¿cómo pudo hacerle semejante desplante a esa mujer de noble corazón?, después de apoyarlos desde hace tanto tiempo, y sobre todo en cada suceso en los últimos tres años de su vida y la de Anderson, siendo un pilar importante para ellos. Le dolió el corazón saber que esa pobre mujer tenía sus días contados, y él solo favorecía a volverlos tormentosos.
Con esa sensación de opresión en el pecho se dirigió al baño para darse una ducha. “¿Qué pensaría Nora de todo esto?”, se preguntó, cuando el chorro helado mojó su cabeza. Sé negó a responder, porque sabía que la respuesta certera que hallara no le gustaría.
Se observó en un pequeño espejo redondo que solía utilizar al barbearse. Notó sus ojos achinados y enrojecidos, sobre todo tristes. Los cerró y viajó a la noche que desgració su vida.
Norman presionó con fuerza el acelerador al notar que las primeras gotas de lluvia cayeron sin previo aviso. Se enfadó al recordar que las escobillas del carro tenían días de haber dejado de funcionar, y él por pura vagancia no llevó el auto a reparar. Con esperanza de que funcionaran por arte de magia, se concentró en mover de arriba abajo la palanquilla que encendía las escobillas, su concentración fue tanta que no se percató de que perdía el control del carro, se movía violentamente sobre la carretera de un lado a otro.
—¡Porquerías inservibles! —se quejó furioso, al levantar la vista y encontrarse el parabrisas empañado por completo.
El corazón se le congeló al sentir como el carro jaló en dirección a la derecha. El sonido de las llantas derrapando, fue acompañado por un grito de Nora pronunciando el nombre de su hijo. De pronto, un fuerte golpe impactó contra su pecho.
Por unos segundos se encontró aturdido, un pitido agudo y molesto le penetraba ambos oídos. Sintió como un líquido se desplazaba por la frente, rápidamente llevó la mano al sitio y sintió la humedad, el olor a sangre le invadió las fosas nasales. No fue necesario mirar, pero entendió que se había rajado alguna parte de la cabeza. Rápidamente reaccionó encendiendo la luz, cuando volteó para mirar hacia atrás, sintió un fuerte dolor a un costado y no pudo evitar quejarse. El dolor físico dejó de importarle, cuando observó a su esposa y a su hijo. Encontró a Anderson acostado con el cuerpo a lo largo del asiento trasero, mientas que Nora, por medio de una ventana rota tenía la mitad del cuerpo fuera del vehículo.
—¡Cariño!, ¡Anderson! —gritó aterrado, el dolor en el costado le impidió gritar por segunda vez.
Con dificultad se bajó del auto y su cuerpo rápidamente fue bañado por el aguacero que caía. Notó como el carro quedó inclinado hacia la derecha sobre lo que parecía ser un pedrerío de grandes proporciones. Mientras se dirigió hacia donde se encontraba su esposa, pudo reconocer que habían caído a un guindo de quince metros de altura, a no más de un kilómetro de llegar a su casa.