La brisa fresca de la noche sopló contra mi rostro. Si existía algo que amaba hacer, era escuchar el aire sacudir las hojas de los árboles, me mantenía relajado. Consigo, el viento trajo un agradable y dulce olor a flores, por alguna razón, el aroma resultó bastante familiar, pero no logré recordar de dónde ni porqué.
Sentí como una tibia lengua se deslizó en mi mejilla derecha. Sonreí al voltear, sabiendo de quien se trataba. Al mirarla, agitó la cola de un lado a otro alegre. Ella era feliz lamiendo mis mejillas cada instante al distraerme, no desaprovechaba ninguna oportunidad. Ladró un par de veces, y luego con desespero y emoción, dio varias vueltas siguiendo su colita. Verla hacer eso me puso contento. De un instante a otro, se detuvo en seco y al quedar por lo que intuí un poco mareada, se fue de medio lado y cayó sobre la sábana blanca en la que nos encontrábamos. No tardó en incorporar el cuerpo quedando echada. Una vez más meneó la cola con entusiasmo.
Un suave beso en mi otra mejilla hizo que sobresaltara. Al voltear, fui recibido con la sonrisa más dulce de todas, se le marcó el característico camanance sobre la mejilla izquierda. Con el meñique derecho, suavecito golpeó tres veces la punta de mi nariz.
—¡Por fin te animaste a visitarme! —exclamó alegre—. No sabes cuánto añoré que volviéramos hablar.
Acostada a mi lado, tenía puesto un hermoso vestido hecho de plumas blancas, en la parte superior eran pequeñas y conforme descendían el tamaño aumentaba. Desvió la mirada a la luna brillante, la brisa agitó su cabello y el olor a flores se triplicó de forma descomunal. De ella provenía el aroma.
—¿De qué hablas madre? —indagué confundido, sus palabras carecieron de sentido.
—Cariño, otra vez lo has olvidado. —suspiró, noté nostalgia en su mirada.
—¿Olvidar qué, mamá?
Sonrió. Volvió a besarme la mejilla y volteó la mirada a Kiarita, quien, agitando la cola, corrió a los brazos de mi madre que en ese instante se colocaba de rodillas. Despacio se puso de pie cargando a mi perrita.
Pronunció en tono amoroso:
—Espero pronto volver a escuchar tu voz.
Un par de alas, con las mismas plumas blancas del vestido le brotaron de manera inesperada de la espalda. Con un fuerte aleteo, sacudió la brisa de alrededor, y lentamente comenzó a elevarse al cielo nocturno, llevándose a Kiara con ella. Con los puños de las manos froté mis ojos y todo oscureció.
Cuando mi vista aclaró, me encontré en mi habitación sin compañía a plena luz de la mañana. Recordé que mi mamá y Kiara ya no estaban, no de forma terrenal. ¿Se trató de un sueño cualquiera o de una visita a través de uno? Era ella, en su forma espiritual agradeciendo que la recordé al hablarle de nuevo a la luna, estuve seguro.
Minutos más tarde, salí de mi habitación aún en pijama. Al acercarme a la cocina, descubrí como doña Yolanda con su cuerpo a medio marchitar salió por la puerta trasera. ¿Qué necesidad tenía ella de pasar por esa injusta enfermedad? De verdad, los planes de Dios son incomprensibles para el razonamiento humano.
Me sorprendió mi padre sentado, tenía las manos sobre la mesa. Una mirada solemne escapaba de él para enfocarse en la jarra que tenía delante. No tardó mucho tiempo cuando notó mi presencia, Intentó dibujar una sonrisa, pero el esfuerzo fue en vano o nulo, solo él lo sabía.
Con la mano izquierda, dio un par de palmadas sobre la silla de al lado invitándome a tomar asiento. No lo dudé y a los pocos segundos estuve sentado a su lado. Rodeó el brazo izquierdo por encima de mis hombros, con delicadeza me jaló y recosté la cabeza en su brazo.
Aunque el roce que tuvimos fue la noche anterior, y la distancia que nos separó fue mínima, sentí que el tiempo fue eterno. Su presencia era lo que necesitaba para iniciar el día alegre.
Estuvimos así por un largo rato hasta que él rompió el hielo, ya que temí hablar primero y decir algo que lo incomodara.
—Hace un par de noches soñé con Nora.
—¿Enserio? Esta noche soñé con ella, también con Kiarita.
—¿Vas a desayunar? —preguntó, alejando el brazo de mí. Negué con la cabeza y agregué:
—En un rato, ahorita no me apetece.
—¿Qué soñaste?
—Estábamos acostados en el patio, mirando la luna como solíamos hacerlo. Tenía puesto un hermoso vestido de plumas blancas, de un momento a otro, desplegó un par de alas y voló al cielo llevándose a Kiara con ella. En ese instante desperté.
Los ojos de mi padre se cristalizaron. Desvió la mirada al lado contrario, y suspiró haciendo el ademán de llevar una mano al rostro. Por un breve instante golpeó de forma fluida la mesa con los cuatro dedos de la mano derecha. Luego aseguró:
—Es un ángel, de eso no me cabe duda. El más hermoso que el cielo pueda albergar.
Volteó a mirarme, y se apresuró a revolver mi cabello, probablemente dejándolo más desordenado de lo que ya estaba.
—¿Cómo fue el sueño que tuviste?
Noté como empujó su mejilla izquierda con la lengua. Pensé que no me quería contar del sueño, así que no insistí. Pero segundos después pronunció: