Resultó imposible no compadecerme de su dolor. Me coloqué de rodillas a su lado, mientras su mirada se encontraba perdida en algún punto del suelo. Suspiró y volvió a jalarse el cabello con más fuerza.
—¿Qué sucedió Jorgito? —inquirí, temiendo la respuesta.
Coloqué la mano izquierda en su hombro derecho. Lentamente elevó la vista al frente en dirección por donde la ambulancia salió. luego, por fin me miró a los ojos. Su mirada decía mucho y poco a la vez, pero transmitía todo el dolor que sentía su corazón.
Por instinto lo abracé, demostrándole que también podía contar conmigo, justo como yo conté con él durante tanto tiempo. Sin corresponder el abrazo, dejó descansar la cabeza sobre mi hombro. Escuché como entre suspiros trató de contener el desborde de emociones que luchaban por salir de su interior, hasta que, rindiéndose, les permitió brotar. El gimoteo hizo presencia, dando paso a un llanto desconsolado que comenzó a desgarrarme el alma.
Tensé la mandíbula, no podía descontrolarme junto a él. No cuando debía ser un pilar fuerte en el cual el pudiera desahogarse, no ampliar su desconsuelo.
Suspiró profundo y se separó de mí. Secó sus lágrimas con la base de la camisa, y dijo:
—Ella se estuvo sintiendo muy mal después de la cena, más de lo común, vomitó mucho y por último sufrió un raro ataque.
Miró su mano izquierda y apretó el puño, luego posó la vista una vez más sobre la mía. Continuó:
—Su cuerpo se sacudía de forma incontrolable y sus extremidades se contrajeron, me recordó mucho a…
—A mi madre. —interrumpí.
Guardó silencio, quizás sintiéndose apenado, mas no me importó la comparación, pero sí saber que Yolanda recorría el mismo camino de agonía que mi mamá. Por lo menos la mujer que me dio la vida estuvo en un estado donde no era consciente de lo que le ocurría, mientas que la indefensa madre de Jorge sí, cada segundo al respirar le resultaba una tortura, ella trataba de no demostrarlo, pero ni mi amigo y yo éramos tontos para no darnos cuenta.
—Yolandita estará bien, Es la mujer más fuerte que conozco.
Bajó la mirada, como si no le hubiese agradado escuchar lo que dije. A lo mejor fue un error haberlo dicho, porque ambos sabíamos el destino que le esperaba. Mi intención fue animarlo, aunque quizás logré lo contrario. A veces, es innecesario decir algo, solo basta con callar y acompañar, las palabras pueden terminar sobrando y causando más daño.
—Intentaré dormir Anderson, gracias por venir. —expresó levantándose del suelo.
—Si quieres puedo quedarme y…
—Lo mejor es que también descanses. —interrumpió—. La cama ajena no permite un buen descanso, no te preocupes por mí.
No insistí, pues fui consciente de que necesitaba su propio espacio, a todos nos hace falta meditación a solas en más de una ocasión.
Jorge ingresó a su casa y yo avancé a la mía.
Me detuve un instante en el callejón en medio de ambas casas para mirar el cielo. La luna se ocultó detrás de una nube. Noté dos estrellas, las únicas que no permanecían escondidas, una era más grande, se encontraba a la derecha arriba de la otra. Sonreí ante la idea que quizás a alguien más le parecería absurda, pero aun así lo hice: nombré a la estrella pequeña Kiara y la grande Nora, en honor a mi perrita y mi madre.
Retomé el camino hasta llegar al corredor de mi casa. Me sorprendí al ver a mi padre recostado al marco de la puerta, tambaleándose de un lado a otro. Sentí tanta decepción, ¿hasta cuándo pensaba continuar así?
Con cuidado y de forma lenta, intentó dar un paso, pero dio uno en falso y se fue de bruces cayendo de rodillas, apenas logró detener el impacto colocando las palmas en el suelo para evitar golpearse el rostro. Como si fuera lo más gracioso, comenzó a reír a carcajadas. Balbuceó algo lo cual no comprendí y continuó carcajeando.
Silencioso me acerqué.
—Papá… —susurré, colocando una mano en su espalda.
—¡Ay, no me agarres, no me toques! —gritó sobresaltando, ni siquiera me miró—. ¡Déjame, déjame aquí estoy bien!
Continuó riendo.
Traté de llamar su atención dándole un par de palmadas en la espalda.
—¡Que me dejes, que me dejes tranquilo!
Acepté su petición, decidí dejarlo un momento para ver su próximo movimiento. Ingresé a la sala y me senté en el sofá. Lo observé reírse mirando el piso, parecía loco. ¿En qué momento llegó a tanto?
Levantó la mirada y se encontró con la mía, me sonrió como si nada.
—Hijo, hijito, ven y ayúdame, no puedo levantarme.
—¿Por qué llegas tan lejos, papá? ¿Hasta cuándo?
—Qué insoportable estás, no te voy a hablar nunca más. —expresó en tono frío, la felicidad se le esfumó.
Sentí como un hormigueo apareció en mi pecho. Esas palabras dolieron, significaron mucho después de todo lo que ocurrió tiempo atrás, incluyendo lo de hace un mes en su cumpleaños. Si siempre me demostró indiferencia, ¿debía tomar con seriedad la afirmación sobre no volverme hablar? A tal altura nada me sorprendía de él, cualquier cosa podía resultar posible, hasta lo inimaginable.