Luna Auxíliame

29. Nuevo rumbo

 

Al abrir los ojos se sorprendió de encontrase en la sala. Antes de que oscureciera el día anterior, decidió salir con sus tres buenos amigos: Alfredito, Andrés y Benavides. Fue con ellos a tomarse un par de cervezas y cuando cayó en cuenta, el reloj marcó pasada la medianoche. 

Cada vez que salía con ellos el tiempo transcurría en un abrir y cerrar de ojos. Recordó haberse escabullido de sus amigos para regresar a su casa, pero no supo cómo hizo para volver ni movilizarse, porque en el historial de su memoria no existía rastro de tal hecho. Masajeo las sienes de su cabeza, la resaca que sentía era una que no vivía desde hace mucho, supo que se había propasado con la bebida. 

Se percató de la presencia de su hijo aún dormido en el sofá de al lado. El recuerdo distorsionado de lo que sucedió por la noche regresó a su cabeza. “No digas cosas que no son ciertas, me lastimas.”, aseguró su hijo al decirle que lo quería. 

Sintió pena y coraje cuando las palabras de Anderson se reprodujeron en su mente, pues sabía que su hijo no dijo aquello solo por decirlo, sino porque su corazón así lo sintió. Eso es lo que le dolía, que con sus acciones se encargó de demostrarle a su primogénito lo opuesto a quererlo. Necesitó que Anderson se lo hiciera saber, si no, lo más probable es que jamás se hubiera enterado por sí mismo. 

Con atención y congoja miró su mano derecha, con la cual le proporcionó una bofetada injusta al muchacho. Arrepentido apretó con fuerza e ira el puño, supo que actuó de la forma más canalla posible, reaccionó con violencia por un desahogo de su hijo, quien tenía derecho a liberar un poco del peso con el que su corazón cargaba, un peso que él mismo cultivó en Anderson 

“No estoy bien, nada de lo que hice es correcto.”, se pensó al incorporarse del sofá. 

Entendió que por sí mismo no lograría superar el problema que vivía, necesitaba ayuda de alguien profesional. El alcohol destruyó parte de su vida y no permitiría que acabara por echar abajo lo poco que le quedaba. El refugio que la bebida le ofrecía era gratificante en el instante, pero al final estropeaba todo cuando no debía ser así. 

Tuvo una idea apresurada, supo que era lo mejor para él y para su hijo, aunque cómo la ejercería sería incorrecta, dudó de hacerlo o no. Por la etapa que atravesaba, no se sentía capaz de sentarse y de hablar con Anderson, no tenía el valor suficiente para lograrlo. Llegó a la conclusión que lo mejor sería escribir una carta, explicando cómo se sentía y a donde se dirigiría, así se ahorraría tener que mirarlo a los ojos antes de marcharse. 

Necesitaba tiempo a solas para trabajar en sí mismo. Supo que cruzó los límites al golpear a su hijo, y estaba dispuesto acabar con eso que lo hacía caminar a la perdición: el alcohol. Tenía que actuar y no esperar a que fuera más tarde. 

Debía apresurarse antes de que Anderson despertara. Se dirigió a su habitación, del ropero sacó una maleta pequeña y se dispuso a empacar cinco prendas de cada tipo, con eso sería suficiente o eso esperó.  

Cuanto tuvo todo preparado verificó que su hijo aún dormía, luego caminó a la cocina. Tomó una libreta que siempre permanecía sobre la nevera, la abrió en donde un bolígrafo servía como separador de páginas, y al instante la colocó en la mesa. Ansioso se sentó y comenzó a escribir una breve carta. Al finalizar la leyó un par de veces, consideró que estaba bien lo que escribió, pero no se sintió convencido de dejarla, por lo que arrancó un pedazo de papel de la página siguiente y escribió: 

  

Me marcho indefinidamente a la capital. No me preocuparé por tu cuidado, quedas en buenas manos. 

  

Dejó la nota en la mesa. Jaló y desprendió la hoja sobre la cual escribió la carta y se la echó a la bolsa del pantalón. Antes de cerrar la libreta, dispuso unos segundos para echar un ojazo a páginas atrás, descubriendo la letra de su difunta esposa. Era donde ella escribía recetas para prepararlas en alguna ocasión especial, allí quedaron muchos platillos deliciosos que la vida no le permitió completar, y que tanto él como Anderson no pudieron degustar. 

El rugido de su estómago lo distrajo de aquello que hacía, el hambre se apoderó de él. Le sorprendió que Yolanda aún no hubiera llegado a preparar el café, ya que siempre lo hacía por las mañanas, a pesar de haberle dicho en múltiples ocasiones que no se molestara en hacerlo. Norman Sabía que la vecina no estaba en condición para servirle a los demás, al contrario, era para que los demás le sirvieran a ella, pero la mujer se negaba a dejar de contribuirles con el desayuno. “Cuando ya no me pueda levantar de la cama será el día que deje de hacerles cafecito y pan.”, le aseguró Yolanda semanas atrás. Ella no le hubiera permitido irse a escondidas de Anderson, agradeció que no estuviera. 

Cerró la libreta dejando el bolígrafo en medio de las páginas, se levantó y la colocó sobre la nevera en el sitio al que pertenecía. 

Pensó en chorrear algo de café, pero no podía perder más tiempo, desayunaría en algún lugar cuando estuviera lejos de casa, o al llegar a su destino. 

Tomó el equipaje y se dirigió al exterior saliendo por la cocina, luego avanzó por el callejón hasta llegar a la calle. Al dar la última mirada a su hogar y al de sus vecinos, vio como Jorge salía al corredor de su casa, se alejó antes de que el chico lo viera partiendo 




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