Algunas veces el tiempo transcurre rápido y otras lo hace muy lento. Este fue el caso del último mes, cada día se hizo eterno, cada hora interminable. No tener noticias de mi padre era el factor principal de no sentir un avance, de quedarme atrapado en el día que partió sin dar un hasta pronto, o bien, el último adiós. A él le resultó sencillo desaparecer, a mí me costó el mundo intentar procesarlo. Si no es fácil soltar a quien amas, entonces ¿por qué se fue repentinamente dejándome intranquilo? Con frecuencia me preguntaba si algún día regresaría o su partida fue definitiva.
Un mes atrás no solo mi padre tomó un rumbo distinto al mío, doña Yolanda se vio obligada hacerlo cuando su salud empeoró más de lo que ya estaba. Ella volvió hace una noche, a diferencia de mi padre, y siempre recibí noticias y recaditos que Rafael traía del hospital, ya que le habían autorizado en el trabajo poder ausentarse cada tres días para visitar a su esposa.
Jorge y yo nos vimos forzados a quedarnos solos en casa, algunos días dormíamos en la mía, otros en la suya, pero no teníamos a nadie más con quien contar, excepto Rafael, cuando volvía del trabajo, pero solo lo veíamos a la hora de la cena, pues por las mañanas cuando desayunábamos ya había partido a laburar o al hospital.
Con el cabello rizado a la cintura nos visitó un par de ocasiones Susanita, la hija menor de don Casimiro, el pulpero que se creía gracioso, pero no lo era. La primera ocasión trajo un delicioso trozo de pastel para cada uno, y la segunda vez, un sabroso arroz con dulce que ella misma preparó con cariño, eso fue lo que nos dijo.
—Bien, ya puedes entrar. —afirmó, acomodando con la mano derecha el crucifijo que le colgaba a la altura del pecho—. No ha dejado de preguntar por su querido carajillo.
Aunque Yolanda regresó la noche anterior, no la visité. Consideré que después de tantos días en el hospital, y de un viaje agotador regreso a casa, lo que menos le asentaría eran visitas, al menos yo solo hubiera querido descansar.
La hermana me contempló con sus llamativos ojos verde avellana, regalándome una dulce sonrisa donde evidenciaba sus incisivos centrales notablemente separados. No tuve claro si su presencia me alegraba o disgustaba, y no porque tuviera algo contra ella, al contrario, al ser una mujer tan servicial y devota, le tenía gran respeto y admiración, más por ayudar a mi madre, pero eso me hizo sentir intranquilo, su presencia solo significaba una cosa: Yolandita ya no podía valerse por sí misma.
—Nos encontramos en una situación similar a la de aquella vez. —expresé cabizbajo.
—Así lo dispuso el Señor, sus planes muchas veces están lejos de nuestra compresión. —respondió, con la mano diestra sobre el pecho—. Debemos aceptar la voluntad del padre sin cuestionarnos nada, aunque cueste, aunque nos parezca imposible.
Todo me llevó a una única duda, ¿cómo debía reaccionar a la constante afirmación de Yolanda de que todo estaría bien?
—Hermana…
—¿Sí?
—Yolandita nos ha dicho a Jorge y a mí que pronto estará bien, ¿cómo debo tomar eso?, sabiendo lo que puede acontecer en cualquier momento.
Colocó las manos en mis hombros, en ese instante sentí como una energía recorrió mi cuerpo y me heló el corazón. ¿Acaso fue parte de su fe trasmitida a mí?
—Te voy a decir algo joven Anderson, acá entre nos. —sonrió, percibí paz a través de ella—. El cuerpo es carne, tarde o temprano sucumbe, pero toda persona que tenga una fe grande y extraordinaria en el padre, él le heredará vida eterna en alma y espíritu. ¿Qué puede ser mejor qué estar a los pies del señor rindiéndole gloria infinita? Si eso no es estar bien, entonces ¿qué es?
Y allí entendí lo que Yolanda siempre quiso decir, lo que nuestra mente no fue capaz de captar. La hermana Maritza se marchó dando grandes zancadas con sus largas piernas, llevaba puesta una enagua al largo de las pantorrillas y una camisa blanca, era de las pocas veces que no vestía el hábito negro.
Me armé de un valor que no supe de donde saqué, y abandoné la sala para caminar cabizbajo hacia la habitación de los padres de mi amigo. Al colocar el primer pie en el interior toda la valentía se esfumó, cuando el segundo estuvo dentro fue demasiado tarde para devolverme, Yolanda saludó con entusiasmo en su voz debilitada.
—Mi carajillo, no imagina cuanto te extrañé.
El timbre cansado de su voz y lo que dijo, funcionó como una daga que perforó mi corazón más de lo que ya estaba. ¿Podría una herida nueva hacer diferencia? ¿Cuántas puñaladas más resistiría mi corazón antes de desangrarse?
La miré con detalle, acostada en medio de la cama. Las mejillas se le redujeron a nada luego de ir perdiéndolas con el tiempo, sus bracitos más delgados que nunca, y sobre la bata floreada que vestía, sobresalía el vientre que aumentó de tamaño drásticamente. Su cuerpo tuvo un cambio considerable para mal, cada día que añoré su regreso esperé que fuese victorioso con alguna mejora, pero resultó ser todo lo opuesto: un regreso para nada triunfal.
—Yo también te extrañé mucho, Yolandita.
Me acerqué cuando extendió la débil y temblorosa mano derecha. La sujeté, su piel helada causó que el cuerpo se me estremeciera momentáneamente.
—¿Cómo has estado?