Luna Auxíliame

33. Crisis

 

Me encontré de frente a la hermana Maritza, simpática como siempre, saludó, con la mejor de las sonrisas.  Un mes transcurrió de ofrecer su servicio voluntario a doña Yolanda. En ocasiones me pregunté: ¿Cómo la monja ayuda a personas que no llevan su sangre? Solo alguien que ama al prójimo como así mismo, lo haría sin esperar nada a cambio. 

—¡Buenos días joven Anderson!  

—¡Buenos días, hermana! Que sorpresa verte tan de mañana. 

—Lo mismo digo. —dio un vistazo fugaz al interior de la habitación de donde salió—. Que agradable tu visita matutina, es de apreciar, ya que sueles venir por las tardes o noches. 

—Así es hermana, no sé porque, pero últimamente prefiero las visitas nocturnas. 

En realidad, sí sabía porque prefería visitar a Yolanda por las noches, antes de hacerlo, le daba un vistazo a la luna, para recibir la fuerza necesaria al presentarme ante mi vecina. Era efectivo. 

—Hermana… ¿Has recibido alguna noticia de mi padre? 

Me miró de arriba abajo, como si tratara de leer mi expresión corporal averiguando algo en específico, luego negó con la cabeza dos veces. Dirigió la mirada por segunda vez al interior de la habitación. 

—Entiendo hermana Maritza. —suspiré desanimado—. Como ha pasado bastante tiempo sin saber de él, pensé que quizás sabías algo al respecto. 

—En cuanto sepa algo no dudaré en decírtelo. 

Por tercera vez, la monja miró el interior de la habitación, captando más mi interés. Avancé unos pasos para intentar mirar curioso, pero la hermana me sostuvo por los hombros justo antes de llegar a la puerta. Dio una cuarta mirada al interior, se notó nerviosa. 

—¿Ocurre algo? —pregunté, comenzando a asustarme. 

—Joven Anderson, tienes que saber algo importante antes de entrar a esa habitación. 

Retrocedí un par de pasos y la miré esperando una explicación. Apreté los puños sintiendo un hormigueo en el pecho, temí lo peor. 

Después de un suspiro, agregó: 

—Ella en este momento no se encuentra del todo bien. 

Sentí como el ceño se me frunció. En silencio, hice el intento de avanzar, pero nuevamente me detuvo dándome dos palmadas en los hombros, como si tratara de animarme. El radar interno se disparó, alertándome sobre algo malo. 

—¿Qué pasa hermana? —pregunté serio. 

—Joven Anderson, la paciencia es una virtud en la que debes trabajar. 

Sentí mis mejillas arder, la vergüenza pudo más ante sus palabras. Tuvo razón, agradecí su ligera llamada de atención. 

—Lo siento hermana, pero me preocupa. Por favor, sea directa y no dejes que mi cabeza haga ideas que quizás no tienen lugar. 

—Tienes que estar seguro antes de entrar a esa habitación. —volvió a mirar el interior, se quedó así por varios segundos que parecieron eternos—. Yolanda está en un estado de incoherencia, por momentos no habla y otras veces lo hace más de lo habitual. Lo que dice puede dejarte perplejo. —suspiró—. No te tomes enserio lo que diga, dice cosas sin sentido. 

Me miró con seriedad esperando una respuesta. 

—Entiendo hermana… —musité. 

—Debes ser fuerte. Si es demasiado el peso de lo que allí suceda, sal de la habitación, no se atormente innecesariamente. ¿De acuerdo? 

Bajé la mirada. ¿Qué tanto podría decir doña Yolanda para merecer ese nivel de advertencia? Pensé miles de frases sin sentido, ¿estaría alguna cerca a lo que la hermana advertía? ¿De verdad la situación era tan grave y delicada? 

—¡De acuerdo! —afirmé decidido. 

—Recuerda esto joven Anderson. —expresó, haciéndose a un lado para permitirme el paso—. Por más fuerte que sea una persona, siempre habrá una palabra o una acción que la derrumbe. Lo que quiero decir, si ve o escucha algo que considere es más de lo que puede soportar, no se aquede allí fingiendo ser fuerte. Hay cosas que jamás se olvidan, y la memoria no se puede borrar. 

La hermana se volteó y caminó hacia la cocina. 

Analicé sus últimas palabras. Una afirmación como esa no se decía por alguna sencillez absurda, su advertencia iba enserio. Me planteé si entrar sería o no buena idea. Jorgito me contó un par de veces sobre esos estados que le daban a su madre, al principio, casi no sucedían, pero luego se volvieron frecuentes, por eso dejó de visitarla cuando estaba desorientada, escucharla decir cosas sin sentido lo aterraban. 

Con algo de miedo avancé a la habitación. Como siempre, la encontré acostada en la cama, vestía una vieja bata blanca y corta. Al notar mi presencia sonrió, percibí más entusiasmo y energía que días atrás, pero aún tenía el mismo rostro cansado de siempre. 

—¡Carajillo, que alegría verte! 

—La alegría es mía al verte sonreír. 

Volteó la mirada hacia la pared y soltó una suave carcajada que apenas logré percibir. Algo dijo entre dientes, pero no le entendí. Me acerqué a su lado y vi como movía la boca, decía algo, pero oí solo un cuchicheo. 

—Este es mi querido carajillo… —se dirigió a la pared con tono más alto—. El señor lo ha perdonado, le dio una segunda oportunidad de vivir el día del accidente. 




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