Luna Auxíliame

36. Otro día fue muy tarde

Sentía que había pasado un año desde que se escabulló aquella mañana de su casa, pero solo pasó poco más de dos meses. Todo lo hizo por él y su hijo, buscando mejorar y reconstruir la relación hermosa que algún día tuvieron. La elección no resultó nada sencilla para él, aún sentía una molestia en el pecho por abandonar a su hijo de la manera cobarde en que lo hizo, pudo haberlo dialogado antes de partir, pero consideró más fácil justificarse a explicarlo. 

Alegré miró la casa delante de él, su dulce hogar. Lo extrañó tanto como a su comodidad, y sobre todo a las personas que lo rodeaban dentro de ella, eran motivo de felicidad, en especial Anderson. Ahora que estaba de vuelta, todo sería diferente, el Norman que partió destrozado una mañana, no era el mismo que regresaba. Logró sanar heridas que lo marcaban desde su infancia, muchas que ni sabían que existían y, sobre todo, las recientes, que lo llevaron a cometer actos que hirieron a sus seres queridos. 

Se permitió ingresar por la puerta principal, ni siquiera se molestó en cerrarla. Cuando estuvo en la sala dejó caer su equipaje al suelo y se apresuró al cuarto de su hijo, lo encontró vacío. Recorrió su habitación, el baño y el cuarto pilas sin encontrar a nadie. Finalmente se asomó al callejón entre su casa y la de sus vecinos, y divisó como un grupo de cuatro personas salían de la casa vecina. Eso llamó mucho su atención, sobre todo porque vestían negro. Sintió un vacío que le bajó de la garganta al estómago al imaginar lo peor.  

Avanzó despacio, lo más lento que pudo hacia la casa de al lado. Muchas ideas de lo que aquello podía significar comenzaron a atravesarle la mente, al divisar a Susana entre las cuatro personas que se alejaban. Intentó creer que se trataba de una visita a la enferma vecina, pero las prendas negras causaron el peor de los presentimientos que emergió de su corazón. 

Cuanto estuvo en el corredor de la casa, se encontró a la hermana Maritza saliendo del interior. Hubo un choque de miradas incomodas. En los ojos de la mujer, notó una mirada de tristeza, y ahí lo supo sin siquiera tener que preguntar. Ella se dio cuenta de lo confundido que él estaba, y sin decir nada se acercó y lo abrazó con fuerza de manera fugaz, luego se marchó dejándolo solo.  

Al liberar un suspiro, recordó la carta que la monja le envió hace menos de una semana, donde le explicó que Yolanda había empeorado, y que constantemente preguntaba por su amigo Norman. Supo que ese mismo día debió regresar, pero no, quiso dar un chance y esperar unos días más, al final le resultó caro. Se dio cuenta que fue un grave error, porque resultó que esperar, otro día fue muy tarde. 

Ingresó al interior de la casa y lo primero que observó fue el ataúd de peluche gris, sintió una presión en el pecho. Al lado, su hijo Anderson temblaba incontrolablemente de rodillas en el suelo. Verlo angustiado de esa forma, consiguió que aquella horrible sensación en su pecho incrementara drásticamente. No soportaba verlo sufrir. Ya había sufrido demasiado, con un peso que él había inducido, y que no tuvo el valor para aligerar el saco de piedras con el que Anderson caminaba acuestas. 

Sin darse cuenta, avanzó sigiloso como un gato asechando su presa, y quedó frente al ataúd. Con el corazón latiendo fuerte, miró a la mujer que dormía profundamente en un sueño del que jamás despertaría. Por un instante, al escuchar los latidos resonar contra sus oídos, creyó que el órgano palpitante le explotaría. 

Notó como el cuerpo de la difunta se había demacrado más desde su partida, si no la hubiera conocido, no creería que en su momento fue una mujer saludable. Verla en esa caja, con un vestido blanco y el cabello suelto, le hizo recordar el día del funeral de su esposa. Sintió el peso del remordimiento, por no estar en los últimos días agonizantes de su buena amiga Yolanda, a como ella sí estuvo para él en sus días oscuros. 

Llevó una mano al hombro derecho de su hijo, luego la otra al izquierdo, finalmente las deslizó hacia los lados, y sujetándolo, lo jaló hacia él para envolverlo en un agrazo que esperó resultara reconfortante para el chico. Sus miradas chocaron. Descubrió los ojos de Anderson vidriosos. Deseó tanto tener algún poder para quitar el dolor que su hijo cargaba. Percibió una sonrisa dibujarse en el rostro del joven, sintió como le alivió un poco la sensación que oprimía en su pecho. 

—Lo siento, Anderson. —expresó, con voz débil y ronca. 

—Gracias por volver. —respondió el chico, emocionado. 

Anderson se aferró con fuerza a Norman, sintió como la presencia repentina de su padre le aligeró un poco el peso del mundo sobre sus hombros, sabiendo que, al tenerlo cerca, no tendría que llevar esa carga él solo. Mientras tanto, Norman se sintió agradecido al ser correspondido, ya que su mayor miedo, fue ser rechazado por su hijo al regresar. 

 




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