AMELIE APAPI.
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La oscuridad me envuelve como una segunda piel. No es solo la noche. Es el silencio después del grito, el aire espeso que sabe a miedo y a algo más: a cambio. Giro sobre la cama y el dolor me golpea en la mejilla. La toco, la piel está hinchada, caliente. Un relieve marcado con dedos que no tuvieron dudas.
—Ya lo recuerdo todo.
Me incorporo. El cuerpo me pesa, pero no por el sueño. Por la memoria. Mi padre nunca me había puesto una mano encima, hoy lo hizo y no fue el primer aviso solo el más claro, ya perdí la cuenta de cuántas veces me ha repetido lo que pasará si ningún noble me desposa antes de cumplir veinte años, como si mi vida fuera una deuda que pagar.
Me paso las manos por el cabello con fuerza, a veces quisiera arrancarlo de raíz. Como si con hacer eso pudiera arrancar también el nudo en el estómago. Solo consigo enredarlo más, convertirlo en un desastre que me cae sobre los hombros como una cadena que no elegí.
—No sé por qué tengo el cabello largo, a mí no me gusta y me parece algo tan incómodo —bufe molesta.
Me levanto. Cruzo la habitación. El frío del suelo me sube por los pies descalzos, pero no me detengo. Me planto frente al tocador y el espejo no miente, lo que veo no es mi rostro, es el de una prisionera bien vestida. Ojos bajos, postura doblegada, mejilla marcada. Esa de allí no soy yo. Es la chica que obedeció demasiado tiempo.
Abro el alajero de mi madre. Huelo su perfume aún, como un fantasma atrapado en seda. Busco entre cosas olvidadas y encuentro lo que necesito: la pequeña daga antigua de mi madre, su filo ya gastado pero aún afilado. La sostengo. Pesa menos de lo que esperaba pero en mis manos, se siente como un acto de liberación.
—Amelie. Es ahora, o nunca —respiro. Hondo, una vez, dos y siento el aire llenar mis pulmones, el corazón golpear contra las costillas. Sé que esto no tiene vuelta atrás.
—Muy bien, Amelie. Solo cierra los ojos y hazlo ya. Solo cuenta hasta tres.
No cuento, no dudo, tomo mi cabello con una mano, lo estiro sobre mi hombro. Lo pongo al filo de la daga y corto.
Un mechón cea, luego otro, y otro más. El metal se desliza como si ya supiera lo que tenía que hacer. El cabello se acumula a mis pies como hojas muertas. Me miro al espejo, la chica que me devuelve la mirada tiene el rostro marcado, el cuello descubierto, el pelo desigual, atevido... pero sus ojos están despiertos. Por primera vez en años.
—Cuando mi padre me vea dirá que definitivamente perdí el juicio —río, imaginando la cara que el vizconde Apafi pondrá al verme con el cabello corto. Paso los dedos por mi mejilla, aún inflamada—. Prefiero morir antes que someterme a la voluntad y capricho de un hombre. ¿Por qué tiene que ser así?
Me acerco a la ventana. El cielo es un abismo negro, sin luna, sin nubes. Solo estrellas pequeñas, frías, como ojos que observan. Recuerdo las leyendas que mi madre me contaba: criaturas de extrañas habilidades sobrenaturales que solo merodean en noches tan negras como esta. Algunas encantan, otras devoran y otras simplemente desaparecen, libres.
Mis párpados pesan. El cuerpo cede, me dejo caer en la cama el sueño llega sin pedir permiso, pero esta vez no es huida, es descanso, porque por primera vez, yo decido.
──𖥸──
DORIAN VON MUNTEAN
DUQUE DE BUCOVINA.
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La voz de Sebastian corta el silencio antes de que mis botas terminen de cruzar el umbral.
—Lord Dorian, uno de los miembros más importantes de nuestro consejo de vampiros.
Baja la mirada. Como si eso borrara el desprecio que huele en el aire, lo conozco a todos los conozco, este salón, con sus paredes cubiertas de madera oscura y sus candelabros que parpadean como ojos cansados, siempre huele igual: a cera vieja, a poder podrido, a miedo disfrazado de formalidad.
—Sebastian —digo, sin quitarme la capa—, cada vez que vengo aquí es para recibir alguna queja...
—Si tus desadaptados hermanos respetaran las reglas, tú mi estimado duque, no estarías aquí tan seguido.
La voz viene de arriba. Lenta, dulce y venenosa.
Victoria.
La oigo antes de verla. Sus pasos bajan la escalera con esa gracia que ensaya frente al espejo, como si cada movimiento tuviera un público. El vestido púrpura se desliza tras ella como una sombra que no quiere soltarla. Su cabello rojo brilla bajo la luz, demasiado perfecto, demasiado calculado.
Sebastian y yo inclinamos la cabeza cuando llega al último escalón. No por respeto, por protocolo, porque si no lo hago, mañana será peor.
—Victoria, querida prima —digo, tomando su mano fría. La beso, siento el pulso bajo la piel. Lento, controlado, como el de un depredador que espera.
—Aunque tú no es que seas el mejor ejemplo para tus hermanos —sisea—, mira que unirte a una insípida humana es vulgar para nuestra estirpe. Mezclarse con criaturas tan ordinarias como los humanos.
Cierro el puño dentro de la manga. No lo notan, no lo notan porque no quieren verlo, porque prefieren creer que soy blando, que soy débil y que no sé lo que dicen cuando no estoy.
—Vine en cuanto me fue posible, querida prima —respondo, con una sonrisa que no siento—. Asumo que hacerme venir de tan lejos es por algo de suma importancia, ¿no es así?
Sus ojos se entrecierran. No le gusta que no muestre rabia. Quiere una reacción, no la tendrá.
—Así es, Dorian —dice, y su voz se vacía de todo tono—, el asunto por el cual te llamé aquí es delicado. Acompáñame, este no es lugar para tratar estos temas.
La sigo. El pasillo huele a humedad y a libros cerrados demasiado tiempo. Entramos en la biblioteca. Los estantes llegan hasta el techo, cargados de volúmenes que nadie abre. El ventanal muestra el mar al fondo, negro, inmenso, como si respirara con el mismo ritmo que yo. Victoria se detiene frente al escritorio, toma una carta. Me la entrega.
Miro el sobre. El sello de lacre está roto, pero reconozco el emblema: tres círculos entrelazados. Luz Eterna. Siento un nudo en el estómago, no por miedo, por certeza ya sé lo que viene.
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Editado: 22.12.2025