Cuando Kael despertó, el aire olía a tierra húmeda y musgo. Estaba en la guarida de la manada, un sistema de cuevas ocultas en el corazón del bosque, protegidas por ilusiones y magia ancestral. La luna llena iluminaba el interior a través de una grieta en el techo, proyectando un brillo plateado sobre las rocas. El dolor en su costado era sordo, y la debilidad del tranquilizante aún persistía.
Su Beta Ronan y la hermana de Kael, Mikaela, lo miraban con preocupación. Mikaela, una loba de pelaje gris, se acercó y le vendó suavemente la herida. Ronan, un lobo imponente de pelaje marrón, gruñó, su voz resonando en su mente. Ella te expuso, Kael. La humana.
Kael cerró los ojos, la imagen de Elara interponiéndose entre él y los cazadores grabada en su memoria. No, ella no lo había expuesto. Ella lo había protegido. "La encontraron," respondió Kael mentalmente a Ronan, su voz ronca. "Ella intentó detenerlos."
Kael comenzó a preguntarse a si mismo. ¿Qué pasó con ella? ¿La atraparon?
La angustia atenazó el corazón de Kael. No lo sabía. Los cazadores la habían empujado a un lado mientras él caía inconsciente. La posibilidad de que le hubieran hecho daño, o peor, que se la hubieran llevado, encendió una furia renovada en él. La droga aún entorpecía sus movimientos, pero la urgencia de encontrarla era abrumadora.
"Tenemos que ir por ella," gruñó Kael, intentando levantarse. La Manada se había jurado no interferir con los asuntos humanos, para proteger su existencia secreta. Pero Elara... Elara era diferente. Ella había cruzado la línea por él. Él cruzaría la suya por ella.
Ronan se interpuso. Es peligroso, Alfa. Podría exponer a toda la manada.
"No podemos abandonarla," siseó Kael, sus ojos brillando con una determinación feroz. "Ella me salvó. Y ahora, yo la salvaré a ella." El vínculo que había empezado a formarse entre ellos, frágil como la luz de la luna, era ahora un lazo de acero, forjado en el peligro y la lealtad.