Con Garrick incapacitado y el resto de los cazadores en desbandada por el asalto combinado de la manada y los aldeanos, la Ciudadela de Acero se convirtió en un caos. Kael no mató a Garrick. En cambio, lo dejó atado para que su propia gente lo encontrara, despojándolo de su autoridad y dejando un mensaje claro.
"Es hora de irnos," dijo Kael a Elara, su mano rozando suavemente su mejilla.
Elara asintió, las lágrimas de alivio brotando de sus ojos. Thomas y su grupo se reunieron con ellos, sus rostros sucios y cansados, pero victoriosos. Fuera de la Ciudadela, Mikaela y Ronan los esperaban, el resto de la manada reuniéndose alrededor.
Mientras la luna, una fina rebanada de ceniza plateada, se elevaba en el cielo, Elara y Kael se encontraron en el centro de sus respectivos grupos. El ambiente era de una extraña paz. Los humanos miraban a los lobos con una mezcla de respeto y aún algo de temor, pero la animosidad había desaparecido. Los lobos observaban a los humanos con una nueva comprensión, viendo en ellos aliados, no solo presas.
Kael se transformó de nuevo en lobo, y Elara, sin pensarlo dos veces, se acercó a él y enterró su rostro en su pelaje, abrazándolo fuerte y oliendo su aroma. El calor que emanaba del cuerpo del lobo era reconfortante, el latido de su corazón una melodía familiar y tranquilizadora.
"Has cambiado todo, Elara," susurró Kael en su mente, la conexión entre ellos más fuerte que nunca.
"Tú también, Kael," respondió ella, sus dedos acariciando su cabeza.
La luna de ceniza los bañaba con su luz pálida, símbolo de un nuevo comienzo. El amor entre el humano y el lobo había desafiado las convenciones y los prejuicios, pero la lucha por la coexistencia apenas comenzaba. Los susurros del bosque ya no hablaban solo de miedo, sino de una nueva esperanza, forjada por un amor improbable y la valentía de dos almas que se atrevieron a cruzar la línea. El camino por delante sería incierto, pero lo recorrerían juntos.