Daniel se había cerciorado de dejar a la señora Esther descansando en la habitación y antes de salir de ahí, caminó hasta el armario para tomar la bolsa de mujer que ella le había indicado. Era una bolsa de piel, grande, que parecía más un maletín que un bolso de mujer. Prefirió no abrirla y se la atravesó en el pecho.
De nuevo tenía que salir a internarse en la oscuridad del pasillo. Se preparó para caminar cauteloso, como un felino que se desplaza sigiloso para no ser visto por su depredador, y es que literalmente, tenía que librar el encuentro con el perro que aún estaba ladrando en el jardín.
Llegó a las escaleras, y desde ese punto de vista, se percató de que no había moros en la costa, ni amas de llaves entrometidas charlando en el teléfono enfrascadas en fraguar extraños planes.
No se quiso demorar ni un segundo más y se arrojó entre la oscuridad cuesta abajo por las escaleras. Era salir disparado en dirección al jardín trasero y huir como demente con el objetivo bien puesto al frente; llegar hasta trepar la tapia y caer como acróbata en la acera para enseguida recuperar la respiración y caminar tranquilamente por la acera; abordar una unidad de transporte cercano y llegar a casa, cenar y dormir.
Pero a veces las cosas no salían siempre como Daniel las tenía planeadas. Esa noche estaba a punto de averiguar el cambio tan importante que iba a ocurrir en su vida.
Desplazarse como felino por entre la oscuridad fue sencillo, a pesar de que no había esa luz de la luna que siempre lo ayudaba. Y llegar hasta la cocina e ingresar sin provocar ninguno sonido para enfocarse en localizar la puerta por donde escaparía tampoco fue difícil.
Lo que, si fue realmente complicado y mortificante, que le puso los pelos de la nuca en punta fue que, al abrir la puerta, se halló frente a frente con la imagen de un hocico lleno de colmillos babeantes y gruñones y unos ojos bestiales, rojos y siniestros que lo veían con ansias de atacar.
El sobresalto que Daniel tuvo fue mayúsculo, tanto que, lo hizo saltar hacia atrás y casi caer de cadera, pero se apoyó con las palmas de las manos sobre el suelo para impulsarse y emprender la huida; ahora en dirección contraria. Goliat fue tras él, haciendo enorme escándalo.
Daniel no tuvo de otra más que intentar salir por la puerta principal. Si es que sería visto por el padre de Lorena, correría como prófugo, accionando toda la velocidad de sus piernas en dirección a la reja; cruzarla a como diera lugar y huir por toda la calle.
Pero algo salió mal: la puerta principal de la casa se abrió al mismo tiempo que se encendieron las luces. El encuentro, cara a cara, con el padre de Lorena, don Evaristo fue inminente. El hombre entraba presuroso, atraído por el escándalo que Goliat hacía en la sala de su casa, pensando quizás que era a consecuencia de la intromisión de un gato, pero no.
Evaristo reaccionó a gritos de rabia y se abalanzó en contra de Daniel. Su alboroto se unió al de Goliat. Daniel hizo por esquivar al perro y al dueño, este último estaba más embravecido que la misma bestia. Lo sujetó de la camisa y forcejeó con él, pero en eso, entró por la puerta Lorena, con una expresión desencajada. Vio a su padre tan violento lanzar el puño en todas direcciones.
- ¡Suéltalo, papá! – gritó Lorena.
Daniel aprovechó que don Evaristo se distrajo y lo derribó de un empujón apoyándose con fuerza de su estómago, mientras que Goliat se le arrojaba con furia. Lorena se fue contra Goliat para defender a Daniel.
- ¡Huye de aquí, Daniel!
El padre, convertido en energúmeno, se lanzó contra Daniel y lo golpeó duramente en el rostro. Daniel cayó sobre la alfombra. Goliat se le fue encima atacándolo de un brazo, pero Lorena, en un acto de desesperación, tomó el atizador de la chimenea y dio duro latigazo al embravecido perro. Goliat aulló y se escondió tras Evaristo.
Lorena auxilió a Daniel. Evaristo entendió que el intruso no era ningún desconocido para su hija.
- ¿Me quieres explicar que está ocurriendo? – gruñó furioso, Evaristo.
- Vete, Daniel. Sal de aquí.
- No, Lorena. – respondió Daniel. – creo que llegó el momento de que tu padre sepa quién soy.
- ¡Al diablo! – vociferó, Evaristo, confiriendo a su rostro un aspecto temible. – Vas a pagar caro haberte metido a mi casa como un maldito ladrón. Además, estás abusando de mi hija. ¡Te voy a mandar a la cárcel, maldito cretino!
Lorena entendió bien las intenciones de su padre con solo ver la maldad que en ese momento se le estaba reflejando a través de la mirada. Imploró a Daniel que se fuera, que huyera, que nada importaba ya, que ella estaría bien y que lo más importante es que él no saliera perjudicado. Se volvió a él y le dijo que lo amaba y que nadie, ni siquiera su padre, podría apartarlos, pero que en esos momentos era mejor que huyera porque su padre, si no lo mataba, llamaría a la policía y las cosas se pondrían peores.
Pero Daniel no dejaba de mirar con desafío y odio a don Evaristo, demostrando que no le temía.
- Si usted no es capaz de entender que su hija y yo nos amamos, entonces tendrá que entender que estoy dispuesto a correr todos los riesgos que usted me ponga. No le tengo miedo, señor.
En eso, apareció Estela, alarmada, con un bate en la mano.