Daniel.
 No recuerdo quién dijo que el matrimonio es una pelea que se gana aguantando los asaltos. 
 Debe de haber sido un idiota. 
 O un soltero. 
 Yo aguanté treinta años. Treinta años de Rosa corrigiéndome los verbos, las facturas y hasta la postura. 
 “Daniel, no digas haiga. Daniel, no pongas los codos en la mesa. Daniel, deja de tomar cerveza y de ver deporte todo el día.” 
 Yo ya no veía todo el día, pero era el campeonato mundial de boxeo. Y eso era muy importante para mí. 
 A lo mejor yo habría aguantado más, porque los humanos, al final, nos acostumbramos a todo: a los ronquidos, a la cena recalentada, a la misma voz corrigiéndote los acentos y las costumbres. 
 Las quejas de Rosa ya eran para mí como el zumbido de una nevera: constantes, molestas, pero tan integradas en la casa que el silencio, de hecho, habría sonado raro. 
 Y puede que todo hubiera seguido así, si no fuera porque Lisa, nuestra hija, se casó con Iván Solen. 
 Ahí empezó mi verdadera caída. 
 No la del matrimonio: esa ya venía en picado. 
 La mía. Personal. 
 De pronto, Rosa decidió que tenía que “reconstruirme”. Su palabra, no la mía. 
 ¡A mis sesenta años! 
 Como si fuera un proyecto escolar que había que rehacer porque el alumno se había salido del margen. 
 Empezó por mi ropa: adiós a los chándales, las camisetas de boxeo y las zapatillas con las que había dado clase media vida. 
 “Daniel, los Solen son gente elegante”, me decía, como si pronunciar su apellido fuera suficiente para cambiar el tejido de mi sudadera. 
 Yo trataba de explicarle que no tenía nada en contra de los Solen —ni de sus yates, ni de sus relojes que valen más que mi coche—, pero ella se lo tomaba como un desafío personal. 
 Le daba vergüenza aceptar las invitaciones de los padres de un millonario con un marido que aún llevaba el olor del gimnasio encima. 
 “Por favor, Daniel, no puedes ir a su casa con eso”, me decía, mirando mis zapatillas como si fueran un delito fiscal. 
 Y así, poco a poco, Rosa empezó su campaña de rebranding matrimonial. 
 Ella, la directora de mi nueva imagen. 
 Yo, el alumno torpe que no pasaba de curso. 
 Lo peor no era la ropa ni las cenas de etiqueta. 
 Lo peor era que empecé a notar en sus ojos ese gesto… como de vergüenza ajena. 
 Y cuando la persona con la que has vivido tres décadas te mira como si fueras un error de vestuario, ahí sí, amigo mío, sabes que el combate está perdido. 
 Así que ahí estábamos, sentados frente al juez, cada uno con su abogado, firmes como dos boxeadores viejos antes del último round. 
 Yo podía oír el tic-tac imaginario de un reloj, como si contara los segundos de un combate de campeonato. 
 El juez, con su mazo y su carpeta, era el árbitro que no tolera quejarse ni distraerse. 
 Los abogados eran los entrenadores, susurrando estrategias y recordatorios inútiles que uno escucha por cortesía, pero no va a usar. 
 Rosa estaba frente a mí, impecable, derecha, con esa mirada de campeona que sabe cada movimiento mío antes de que lo haga. 
 Sus labios se movían en silencio, corrigiéndome, evaluándome, y yo podía sentirlo como los golpes anticipados de un oponente que jamás pierde la paciencia. 
 Yo, en cambio, estaba tenso, pero cómodo: llevaba treinta años en esto, sabía cómo esquivar los puñetazos verbales, cómo guardar fuerzas para la oportunidad de contraatacar… aunque hoy no iba a contraatacar. 
 Hoy solo iba a aguantar, respirar y sobrevivir al asalto final. 
—Entonces, la señora Vainberg solicita quedarse con el coche y vender la vivienda familiar para repartir el dinero —dijo el abogado de Rosa, leyendo como si leyera el parte meteorológico.
 —¿Cómo que vender la casa? —salté. 
 —Porque es lo más lógico, Daniel —intervino Rosa sin mirarme—. Ni tú ni yo necesitamos tanto espacio. 
 —No es espacio, es mi casa. 
 —Nuestra casa —me corrigió, con ese tono de profesora que usa para borrar la emoción de las palabras. 
 —Ahí crecimos con Lisa, Rosa. Y tengo el ring en el garaje; los chavales entrenan ahí cada semana. 
 —Podrán entrenar en otro sitio. 
 —No es “otro sitio”. Es ese. 
 Ella suspiró, ese suspiro largo que precede a una lección. 
 —Daniel, no puedes seguir aferrado a cuatro paredes y un saco de boxeo viejo. Es hora de cerrar etapas. 
 —Y tú no puedes vender los recuerdos como si fueran muebles usados —le solté. 
 Ella no dijo nada, pero su abogado carraspeó, incómodo, y cambió de tema. 
 —Entonces, sobre el coche… 
 —El coche es mío —dije. 
 —El Mini nuevo —aclaró Rosa, cruzando las piernas con elegancia—. Lo compramos pensando en mí. El Toyota es enorme, imposible de aparcar cerca del instituto, por eso tú te quedas con él. 
 —El Mini también lo pagué yo, Rosa. 
 —Con dinero conjunto —replicó ella. 
 —Con mi jubilación. 
 —Con mi paciencia —dijo, con una media sonrisa que dolía más que un gancho al hígado. 
 Y ahí lo entendí: no estábamos discutiendo por el coche ni por la casa. 
 Discutíamos por quién se quedaba con los recuerdos… y quién tenía el derecho de soltarlos primero. 
 El juez ni pestañeó. Claramente había visto peores combates. 
 —Bien. Fijamos la audiencia definitiva para el jueves once de septiembre, a las diez en punto. Si no hay reconciliación, dictaré el divorcio. 
 Y ahí fue cuando todo se torció. 
 Porque justo en ese instante, el bolso de Rosa empezó a vibrar. 
 Ella lo abrió, miró la pantalla y se quedó helada. 
 Lo juro, la mujer que corrige a todo el mundo se quedó sin palabras. 
 —¿Dijo el once de septiembre? —preguntó al juez. 
 —Sí, señora. 
 —Ah… eso va a ser complicado. ¿Podemos posponer la fecha para más tarde? 
Complicado. Como si estuviera hablando de una clase extra o de cambiar la fecha de un examen.
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Editado: 31.10.2025