Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 2. Ida al paraíso

Rosa

Diez horas enteras atrapada en un tubo de metal con Daniel, que no paraba de hacer movimientos sospechosos.
Diez horas para contemplar la magnitud de su ego, su absoluta incapacidad para aceptar ayuda y darse las gracias.

Porque, claro, rechazó la primera clase que Iván nos ofreció.

—No, Iván —dijo, con ese tono de hombre ofendido que una ya reconoce como el orgullo de un frustrado—. Aceptamos vuestro regalo porque estamos realmente encantados de revivir nuestro amor. Aunque habría sido más prudente preguntarnos antes. Por eso los pasajes los compraré yo… porque tengo que arreglar algunos asuntos

Yo lo miré, incrédula. ¿Qué asuntos tenía ese hombre aparte de ver la tele y golpear su viejo saco de boxeo?
Desde luego, en ese momento tuve ganas de matarlo. Pero aguanté. Por Lisa.
Estaba embarazada de siete meses, y todos estábamos preocupados por ella y su bebé… menos él.
Él tenía que demostrar su carácter, su orgullo, su “yo puedo con todo solo”. Ese tonto nunca había viajado en avión y parecía no tener idea siquiera de dónde estaban Caribe. Gastó casi todos nuestros ahorros en pasajes de clase turista y, claro, conservó intacto su orgullo.

Desde luego, su carácter cambió mucho cuando lo obligaron a jubilarse del instituto. Todo por un escándalo absurdo con los padres de una alumna que detestaba el deporte, pero tenía un apellido poderoso.
No, en aquel momento estuve a su lado, incluso lo defendí, porque sabía que Daniel tenía razón. Pero esa historia lo cambió. Mucho.

A partir de entonces se volvió más terco, más desconfiado, más él.
Y quizá por eso no aceptó a Iván. No dijo nada a Lisa, claro, pero yo entendí perfectamente que no aprobaba su elección.
Desde el principio se notaba: empezó una especie de guerra fría con la familia Solen.
Hacía todo lo posible por quedar en ridículo delante de ellos, como si quisiera demostrar que no pertenecíamos a ese mundo… y que estaba orgulloso de ello.

Yo aguanté mucho, más de lo que una persona razonable debería. Pero hasta la santa paciencia tiene fecha de caducidad. Como decía el grandioso León Tolstoi en la primera frase de Ana Karenina: "Todas las familias felices se parecen unas a otras; cada familia infeliz lo es a su manera".
Fui yo quien propuso el divorcio.
Y solo por el estado de nuestra hija decidimos callar un tiempo y aceptar este viaje a Caribe.

Y ahí estaba yo, sentada a su lado, intentando no arrancarle el cinturón de seguridad ni tirarle su bolsa del duty free al pasillo: mi casi exmarido, exboxeador, profesor de educación física ahora estaba convirtiéndose en bebedor improvisado, ya que había comprado algo para “sobrevivir al vuelo” y no dejaba de servirse sorbo tras sorbo.

—Rosa, esto es whisky de veinticinco años —dijo, levantando la botella como si hubiera descubierto oro líquido—. Me hace olvidar que entre yo y la tierra hay quince mil metros.
—Sí, Daniel, lo veo. Pero hay personas que viajan sin convertirse en la versión borracha de sí mismas —respondí, con la calma de una profesora ante su alumno más testarudo.
—Yo no estoy borracho. Estoy… evaluando la presión atmosférica —contestó, con esa seriedad que siempre lo hace parecer un idiota convencido de su inteligencia.

No podía evitar suspirar. El vuelo apenas había comenzado y ya estaba arrepentida de haber aceptado el viaje.

Cuando por fin aterrizamos, yo había agotado todas mis reservas de paciencia y medio diccionario mental de insultos silenciosos.
Pero en cuanto salimos del aeropuerto y el aire cálido y húmedo del Caribe me envolvió, algo cambió.
El olor a sal, las buganvillas en flor, los turistas con camisas de colores imposibles… era como entrar en una postal de felicidad ajena.

Y entonces lo vi: nuestro crucero.
Un gigante blanco, reluciente, con balcones de cristal y una fila interminable de pasajeros subiendo la pasarela.
Nunca había estado en un sitio así. Jamás.

Me quedé unos segundos mirando el barco, intentando procesar que ese sería nuestro hogar durante los próximos días.
Daniel, en cambio, lo observaba como si fuera una trampa de marketing flotante.

Mientras yo admiraba el brillo del casco y las sonrisas del personal de abordo, él ya estaba peleando con un marinero uniformado que intentaba ayudar con las maletas.

—Yo las llevo —decía, aferrado al asa como si transportara secretos nucleares.
—Sir, please, it’s my job —insistía el muchacho, con una sonrisa que amenazaba con desvanecerse.
—Pues búscate otro trabajo, que mis cosas las llevo yo —replicó Daniel, en su inglés de combate.

Yo fingí no conocerlo, mirando el horizonte como si estuviera inspeccionando las nubes.

Nos recibieron con toallas húmedas y una copa de bienvenida, un líquido rosado con una sombrilla diminuta.
Yo sonreí encantada.
Daniel olfateó el vaso como si fuera una muestra de laboratorio.

—¿Qué lleva esto?
—Piña, menta y un toque de ron —le expliqué, antes de que preguntara por el grado alcohólico.
—Ajá. O sea, zumo con perfume —dijo, y se lo devolvió a la azafata, que parpadeó sin entender.

Yo, en cambio, bebí el mío de un trago.
El sabor era exótico, refrescante, perfecto.
Por un momento me sentí ligera, diferente, casi feliz.

El vestíbulo del barco era una catedral marina: techos altísimos, escaleras brillantes, olor a madera encerada y música de saxofón en directo.
Daniel caminaba detrás de mí con cara de fiscal.

—Seguramente aquí hay unas cucarachas tropicales del tamaño de gatos —murmuró.
—No empieces.
—Solo comento.

El recepcionista —o lo que fuera, porque en ese barco todo el mundo sonreía como actor de musical— nos entregó las tarjetas.
—Bienvenidos a bordo, señor y señora Vainberg. Suite de luna de miel, cubierta siete, con vistas al mar y acceso VIP al spa.




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