Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 3. Confianza y protección

Me arrimé a Daniel, puse la mejor sonrisa que tenía y contesté la llamada.
La señal tardó unos segundos en estabilizarse, hasta que la imagen de Lisa apareció en la pantalla: el rostro redondeado, el cabello recogido en una trenza algo deshecha, los ojos hinchados de cansancio.
Detrás de ella, una pared blanca y una máquina que pitaba a intervalos regulares.

—¡Hola, mamá! ¡Hola, papá! —dijo, forzando una sonrisa—. ¿Ya están a bordo?

—¡Sí, mi amor! —respondí, conteniendo las ganas de llorar—. Pero ¿qué haces en el hospital? ¿Te pasó algo?

—Nada grave, mamá, no te asustes. Solo... los médicos se pusieron un poco pesados con la tensión.

—¿Pesados? —intervino Daniel—. Te han conectado a medio laboratorio, Lisa.

—Papá, es solo por precaución. Dicen que tengo la presión alta y quieren observarme unos días. Iván me convenció de quedarme.

—¿Y dónde está tu esposo? —preguntó Daniel, intentando sonar tranquilo.

—Trabajando, como siempre. Pero viene por la tarde y se queda toda la noche conmigo. Así que no te preocupes, no me ha abandonado —dijo con una sonrisa cansada.

Su voz sonaba débil, pero todavía tenía esa luz que me partía el alma.

—La verdad, me muero de aburrimiento aquí —continuó—. Así que he decidido llamaros por video todos los días.

—¿Todos los días? —repitió Daniel, como si le dictaran una condena perpetua.

—Sí, papá. Si vosotros estáis en un crucero por el Caribe, al menos entreténganme un poco, ¿no?

—Claro que sí, cariño —dije enseguida, lanzándole una mirada asesina a Daniel—. Te enseñaremos todo: las cubiertas, el mar… es precioso.

—¡Qué ilusión! —dijo Lisa, animándose—. Mamá, pareces radiante. Y papá... bueno, parece que ya empezó a relajarse.

Daniel levantó una ceja y forzó una sonrisa digna de estatua.

—Claro, hija, donde podría descansar mejor si tu madre está al lado.

—¿Qué?

—Nada, nada —intervine rápido—. Dice que el barco es precioso. Mira, cariño, lo que prepararon para nosotros.

Le mostré la cabina: la cama cubierta con pétalos de rosa, dos cisnes de toalla y un cartel que decía Welcome Aboard, Lovebirds.
Lisa rió, aunque el cansancio seguía en su rostro.

—Os quiero mucho. Y, de verdad, no discutáis, ¿vale? Prometedme que os portaréis bien por mí.

—Prometido, amor —dije y besé a Daniel en la mejilla.

—Prometido —repitió Daniel, aunque sonó más a rendición que a promesa.

—Por cierto —añadió Lisa, con una sonrisa traviesa—, hoy os he encargado una cena de gala. Mamá, puedes ponerte el regalo de los padres de Iván.

—No sé, cariño…

—¡Mamá! Ese collar no es para tenerlo guardado. Te lo regalaron para lucirlo, no para esconderlo.

—Está bien, corazón. Prometo ponérmelo.

—Y me mandas una foto, ¿vale?

—Por supuesto.

—Perfecto. Entonces disfrutad mucho de todo incluido… por mí también. Porque aquí no me dejan comer lo que quiero. —dijo, con una mezcla de alegría y cansancio que me rompió el alma.

—Sí, mi niña —intervino Daniel, forzando un tono alegre—. Vamos a gozar a tope.

—No lo dudo —rió Lisa—. Mañana tenéis excursión en las islas. Incluso podéis probar el buceo.

—¿Buceo? —repitió Daniel, arqueando una ceja.

—Sí, papá, que el mar del Caribe es una maravilla. Te va a encantar.

—Seguro… si no me atacan los tiburones antes —murmuró.

Lisa volvió a reír. Por un instante todo pareció normal. Luego apareció una enfermera, la pantalla parpadeó y antes de colgar nos mandó un beso.

Me quedé mirando el reflejo oscuro del móvil, con un nudo en la garganta.
Daniel se sirvió lo que quedaba de una botellita del minibar y, sin mirarme, murmuró:

—Al menos tiene a todos los médicos del país pendientes de ella.

—Sí —respondí—. Y tú, si de verdad la quieres, harás el favor de no disgustarla. Ella intenta hacer algo bueno por nosotros, porque no sabe que yo ya no aguanto más tus comentarios idiotas y tu comportamiento borde.

Él asintió despacio, se levantó, tomó su chaqueta y salió de la cabina.
No me importó adónde fuera. Ya era, casi oficialmente, mi exmarido.
Yo tenía cosas más importantes que hacer.

Como guardar los diamantes… y el resto de mis fuerzas.

Abrí la caja fuerte del camarote con cuidado. Saqué del bolso un estuche elegante y lo abrí, dejando que la tenue luz de la lámpara se reflejara en el collar.
Las piedras brillaban como si guardaran su propio pulso. Nunca había tenido algo así entre las manos; nunca.

Sentí un escalofrío recorrerme: una mezcla de asombro, miedo y respeto.
Pasé los dedos por los diamantes, notando su frialdad impecable, su peso silencioso, el vértigo de tener algo tan valioso.

Con manos temblorosas, cerré el estuche y lo guardé dentro de la caja fuerte. Introduje el código: el cumpleaños de Lisa. Sencillo, familiar… y ahora mi única garantía de seguridad.

Pero cuando intenté abrirla otra vez, la caja no respondió.
Giré la rueda, presioné los botones, repetí el procedimiento… nada.

Un pánico súbito me recorrió, tan frío como el metal. Aquel collar no era solo lujo: era la confianza de los Solen, el símbolo del respeto hacia nuestra hija, el recordatorio de que ella había logrado entrar en un mundo que no era el nuestro.

Si se perdía, no sería solo una joya extraviada. Sería una vergüenza, una sospecha, una grieta en la imagen de perfección que Lisa creía mantener.

El pánico me paralizaba, pero de repente, una chispa de cordura atravesó mi cerebro enloquecido. Respiré hondo y decidí hacer lo único razonable: pedir ayuda.

Tomé el teléfono del camarote y marqué la recepción. Mi inglés, torpe y atropellado, salió mezclado con gestos inútiles.

—Hello… yes… problem… safe… cannot open… very important… please!

El recepcionista me respondió con paciencia y un toque de diversión, como si hubiera escuchado mil historias extrañas ese día. Intenté repetirlo, agitando las manos y señalando la caja fuerte como si eso ayudara:




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