Salí de la suite nupcial con el corazón latiéndome en las sienes.
No era la primera vez que me enfadaba con Rosa, pero últimamente cualquier conversación con ella acababa igual: yo buscando la puerta, y ella, el último reproche.
Desde que llegamos a Bali, cada palabra suya parecía tener filo.
No sé si era el calor, los nervios o el hecho de que estábamos, literalmente, en una luna de miel sin amor y divorcio programado. Técnicamente, todavía éramos marido y mujer; legalmente, casi divorciados. Solo faltaban las firmas, y si fuera por mí, las habría estampado antes del vuelo.
Bajé al vestíbulo intentando mantener la dignidad. No era fácil, sobre todo entre toda esta gente rica. Pero tenía una idea muy simple: conseguir una habitación solo para mí. Un poco de espacio, paz y silencio, que nadie me grita: "piensa en Lisa”, o “deja de comportarte como un adolescente malhumorado”.
El vestíbulo olía a flores tropicales y dinero. Mucho dinero. Era el tipo de sitio donde hasta los ventiladores parecen tener una cuenta bancaria.
El recepcionista, un chico joven con una sonrisa demasiado profesional, parpadeó.
—Good afternoon, sir. How can I help you?
—Afternoon —respondí, con mi inglés de supervivencia—. I need… another room. For me. Solo.
—¿Para usted solo, señor? —preguntó en un español sorprendentemente bueno.
—Sí, exacto. Solo. Mi… esposa necesita espacio. Y yo también. Mucho espacio.
El chico sonrió, como si entendiera demasiado bien.
—Por supuesto, señor. Tenemos un camarote disponible en el ala norte. Tranquila, con vistas al jardín artificial.
Asentí, agradecido. “Tranquila” sonaba a cielo. “Vista al jardín artificial” a libertad.
El chico asintió con amabilidad profesional y comenzó a teclear en su ordenador. Yo me recosté en el mostrador, mirando el techo decorado con hojas doradas, imaginándome mi propia cama sin los suspiros dramáticos de Rosa al lado.
Cuando él me puso por delante un contrato para firmar, vi la tarifa y casi se me atragantó el aire.
El camarote “tranquilo con vistas al jardín” costaba más que mi vuelo de ida y vuelta.
Sonreí, fingiendo que lo pensaba, y devolví la pluma.
—¿Sabe qué? —dije con mi mejor cara de turista relajado—. Mejor lo dejamos así. No quiero que mi… esposa piense que la estoy abandonando.
Mentira piadosa. La verdad era que mi tarjeta no sobreviviría ni una noche de independencia oceánica.
El recepcionista me dedicó una mirada de comprensión —o lástima, no sabría decir— y me entregó la tarjeta magnética y, de paso, un mapa del barco.
—Ah, y si desea tomar algo, el bar de la piscina está abierto hasta medianoche. Con este pase usted puede tomar lo que desea, está incluida en el precio de su suite —añadió con una sonrisa cómplice.
Le agradecí y no lo dudé ni un segundo. Si no podía dormir solo, al menos podía beber tranquilo.
El bar estaba casi vacío, con música suave y un camarero de sonrisa fácil. Pedí whisky. Del bueno, o al menos del que sonaba caro. A la segunda copa ya me había convencido de que no todo era tan malo: el barco grande, el sol, la bebida... y la distancia temporal entre Rosa y yo.
—¡Eh, Daniel! —oí de repente. Me giré, un poco desconcertado. ¿Quién podría llamarme aquí?
Al otro lado de la barra estaba Miguel, un tipo que había visto en el avión y con quien charlé un rato esperando el baño libre. Llevaba una camisa de lino arrugada y esa expresión de quien ya no se sorprende de nada.
—Soy Miguel, del vuelo. ¿Recuerdas?
—Ah, sí… claro.
—¡Siéntate, amigo! —dijo, golpeando el taburete a su lado—. La primera ronda corre por mí. No sabía que ibas a embarcarte a este crucero.
—Ni yo —respondí con una media sonrisa—. Fue idea de mi hija. Nos regaló este viaje.
No suelo confiar en desconocidos, pero esa palabra —amigo— cayó como un bálsamo después del día infernal que llevaba. Me senté, y él hizo un gesto al camarero para que repitiera las copas.
—Buen sitio, ¿eh? —dijo, mirando alrededor—. Yo suelo venir cuando viajo solo. Es caro, pero uno se ahorra en psicólogos.
—Sí… —dije, levantando la copa—. Algo así.
Miguel rió con ganas, una carcajada limpia, contagiosa.
—Ah, ya te había visto en el avión. Tenías esa cara de necesitar el psicólogo ya.
Le devolví la sonrisa, amarga y sincera.
—Exactamente eso.
—Entonces eso hay que celebrarlo. No todos los días los hijos regala un paraíso. Ya sabes, aire libre, sol… y buena compañía.
—Sí, algo de eso me hace falta —respondí, bebiendo un trago.
—¿Vacaciones en pareja? —preguntó con tono ligero, pero con los ojos muy atentos.
—Algo así. —Me encogí de hombros—. Más bien vacaciones diplomáticas. Estamos… digamos… casi divorciados.
—Ah —dijo, fingiendo sorpresa—. Entonces no estás tan solo como pareces.
Le lancé una sonrisa cansada.
—Tenemos una hija. Está embarazada. No quería que se preocupara, así que Rosa y yo decidimos fingir que todo va bien.
Miguel asintió con lentitud, como si entendiera demasiado bien.
—Los hijos son sagrados. Yo habría hecho lo mismo.
Su tono me gustó. Cercano, sin juicios. Por primera vez en días, bajé la guardia.
—El problema es que se casó con un tipo rico. Millonario. Y nosotros… —hice un gesto vago con la mano— e sea yo no soy de eso.
—Ah, los ricos —dijo con una sonrisa torcida—. Conozco muy bien esos esnobs. Trabajo aquí en el barco. Siempre me miran por debajo del hombro.
—¡No! Mi hija merece un millonario, incluso multimillonario, es guapa, inteligente, muy buena arquitecta, pero nosotros no somos de esta clase. — seguía sincerándome con él.
—¿Y tu esposa? —preguntó finalmente, con una sonrisa apenas visible—. ¿Cómo lleva eso de la familia rica?
—Demasiado bien —dije con amargura—. Le regalaron un collar de diamantes que vale no sé cuántos millones, a sabiendas que yo nunca pude permitírmelo. Y ella, en lugar de rechazarlo, va y sonríe encantada, dándoles las gracias como si fuera lo más normal del mundo y dejándome en ridículo.
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matrimonio en crisis, diamantes robados mafia, mal entendido
Editado: 20.11.2025