Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 5. Café con leche

Rosa.

La tarde del embarque se deslizó entre el descubrimiento del barco, cócteles tropicales de bienvenida y un sol que parecía decidido a derretir hasta los pensamientos.
Daniel había desaparecido después de discutir conmigo —seguramente en busca de un bar deportivo— y yo, cansada de su mal humor, decidí recorrer el barco por mi cuenta.

Era imposible no sentirse pequeña entre tanto lujo.
El crucero era una ciudad flotante: boutiques sin precios, piscinas con borde infinito, camareros que parecían salidos de una revista y altavoces que anunciaban actividades con una alegría casi ofensiva.

Después de un rato, el olor a café recién molido me atrajo hacia una cafetería en la cubierta seis.
Un letrero luminoso decía: “Smart Café – Coffee of Tomorrow.”
Entré confiada, sin imaginar que aquel sería el primer reto del viaje.

Al principio, la palabra Smart no me asustó. Me consideraba lo bastante moderna como para enfrentar una máquina. Pero dentro, todo brillaba como una película futurista: sin camareros, solo pantallas táctiles, brazos robóticos y un murmullo de vapor y tecnología.

Me acerqué a una pantalla. El menú era un jeroglífico moderno: flat white, cold brew, nitro cloud, matcha oat latte.
Busqué algo tan simple como café con leche. Nada.
Toqué un par de iconos al azar y, de pronto, la máquina cobró vida con un pitido.

—Order confirmed. Please place your cup.

Miré alrededor. No había taza. Ni personal. Ni una instrucción que entendiera.

—Ay, por favor… —murmuré, impotente.

Entonces la máquina empezó a escupir espuma, vapor y un líquido marrón que olía a quemado.
Di un paso atrás justo antes de que un chorro de algo indescifrable saliera disparado.
El resultado fue un vaso lleno de lo que podría ser café… o gasolina aromatizada.

—¿Problemas con la inteligencia artificial? —preguntó una voz masculina a mi lado.

Me giré.
Y allí estaba.

Un hombre de unos cuarenta y pocos, alto, con la piel dorada por el sol y una camisa blanca arremangada.
Llevaba un vaso de café en la mano y una sonrisa tranquila, de esas que parecen improvisadas, aunque tal vez no lo sean.

—Solo quería un café con leche —le dije, levantando mi vaso fallido—. Y me ha salido esto.

—Ah, el clásico error del modo automático —rió—. Estas máquinas solo entienden tres idiomas: inglés, programación… y desesperación.

—Y yo solo hablo “necesito un simple café con leche”.

Él se acercó a la pantalla y, con unos toques firmes, empezó a navegar por el menú como si domara una bestia tecnológica.
—Hay que ir a custom settings, bajar la espuma y cambiar la proporción de leche. Voilà.

—¿Voilà da café con leche?

—Más o menos —dijo, sonriendo—. Al menos, algo que no te castigue.

La máquina obedeció y, en pocos segundos, un café cremoso apareció en el dispensador.
Él lo tomó y me lo ofreció con un gesto cortés.

—Aquí tiene, señora…

—Rosa —dije, aceptando el vaso.

—Encantado, Rosa. Soy Adrián.

Le estreché la mano. Su apretón fue firme, cálido. Había algo tranquilo en su forma de mirar: sin prisa, sin juicio, como si ya me conociera.

—¿Primera vez en un crucero? —preguntó.

—¿Se nota mucho?

—Solo un poco. Los novatos siempre caminan mirando el techo y las salidas de emergencia.

Reí, algo avergonzada.
—Es que nunca había estado en algo así. Parece una ciudad que flota… y cuesta entender sus señales —dije, señalando el letrero del local.

—Lo es —asintió—. Pero no se preocupe, en dos días dejará de mirar los letreros y empezará a mirar el mar.

Bebí un sorbo del café.
Perfecto. Cremoso, cálido, familiar.
Por fin algo tenía el sabor correcto.

—Gracias, de verdad. Me ha salvado la tarde.

—De nada —dijo, levantando su vaso en un brindis improvisado—. Por los cafés imposibles.

—Y por los desconocidos que ayudan.

Nos sonreímos.
El barco se balanceó levemente, recordándome que estábamos en medio del mar.

—Puede sentarse ahí —dijo Adrián, señalando una mesa junto a la ventana—. Aquí estará más cómoda.

Me senté. Él ocupó el asiento de enfrente con naturalidad, como si el gesto no necesitara permiso.

—¿Viaja sola? —preguntó, con un tono distraído, casi casual.

—Casi —respondí antes de pensarlo. Luego sonreí, intentando suavizar—. Estoy con mi marido. Bueno… mi exmarido. Pero es una historia larga.

—O una buena historia —añadió él—. Ya lo decía Hemingway: “No hay nada más honesto que una taza de café y una conversación.”

—¿Le gusta Hemingway?

—Lo suficiente —dijo, con media sonrisa—. Aunque más por lo que calla que por lo que escribe.

Me reí, sorprendida por lo fácil que era hablar con él.

—¿Y usted? ¿También viaja solo?

—Por ahora, sí. Pero los viajes largos siempre esconden buenas historias… y buenos personajes.

—Eso suena a frase de escritor.

—Porque lo soy —respondió, con modestia—. Crónicas, relatos, algo de ficción. Aunque, si soy sincero, en este crucero solo busco inspiración.

—¿Inspiración o aventuras? —pregunté, medio en broma.

—A veces son lo mismo —contestó, mirando hacia el mar.

Hubo un silencio leve, cómodo, de esos que no incomodan, sino que acompañan.
Solo se oía el rumor del mar más allá de los ventanales, un sonido que parecía respirar junto con nosotros.
Por primera vez en días, me sentí… relajada. Extrañamente relajada.

—¿Y usted a qué se dedica? —preguntó Adrián al fin, con esa voz tranquila que parecía hecha para llenar silencios—. Si no es algo muy secreto, claro.

—Nada secreto —respondí, sonriendo—. Soy profesora de literatura.

Sus cejas se alzaron apenas, como si la palabra literatura fuera una melodía conocida.
—Entonces eso explica mucho. —Su sonrisa se volvió más lenta, más curiosa—. Habla como alguien que sabe elegir las palabras… incluso cuando no dice todo lo que piensa.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.