Después de que Miguel se marchara, me quedé mirando el fondo del vaso, como si ahí hubiera alguna respuesta a todo lo que me pasaba durante el último año.
El hielo se había derretido y el whisky ya no sabía a nada.
De repente sentí que tenía hambre. Quería una comida de verdad.
No de esos canapés microscópicos con nombres franceses que te sirven en bandejas de diseño, sino comida.
De algo con cuchillo y tenedor.
Me levanté del taburete, un poco mareado, y salí del bar, que empezaba a llenarse de risas falsas y cuerpos demasiado bronceados para ser naturales, con una misión muy clara: buscar un sitio donde alimentaran a personas reales, no a figurines de revista.
El pasillo estaba lleno de luces suaves y música instrumental que salía de los altavoces invisibles.
El suelo alfombrado amortiguaba mis pasos y hacía eco de mi mal humor, porque cada vez que pasaba frente a un espejo me veía más fuera de lugar: la camisa arrugada, el rostro cansado, el aire de hombre que ya no sabe qué pinta en unas vacaciones de lujo.
—Qué circo… —murmuré.
Pasé por delante de una tienda de relojes. Un tipo con traje blanco estaba comprando uno que costaba lo mismo que mi coche.
Me entraron ganas de preguntarle si también daba la hora en el paraíso.
Avancé sin rumbo. El crucero era un laberinto con olor a perfume caro y aire acondicionado.
Mi estómago rugía y cada paso aumentaba la frustración.
Había restaurantes por todas partes, pero todos cerrados a esa hora “intermedia”.
Uno abría a las siete, otro a las ocho, otro “solo con reserva previa a la cata de vino”.
En un crucero que costaba una fortuna, parecía imposible conseguir un plato caliente fuera del horario gourmet.
En una esquina, vi pasar a un camarero joven con chaqueta blanca y una bandeja vacía.
—¡Oiga! —lo llamé—. ¿No hay ningún sitio donde den de comer ahora?
El chico se detuvo, mirándome con esa sonrisa programada de los que han recibido más quejas de las que pueden recordar.
—Depende, señor. ¿Qué tipo de comida busca?
—La que se come. No me importa el tipo.
El camarero pareció contener una risa.
—Hay un restaurante abierto todo el día, en la cubierta seis. Blue Garden. No tiene menú fijo, pero siempre hay algo disponible.
—¿Y cómo llego?
—Por esos ascensores, señor —dijo, señalando el extremo del pasillo—. Tome el del medio y baje una planta. No tiene pérdida.
—En este barco todo la tiene —gruñí, pero asentí—. Gracias, chico. Eres el primero que me da una buena noticia desde que subí a este armatoste.
El camarero inclinó la cabeza, todavía sonriendo.
—Buen provecho, señor.
Fui hacia los ascensores. Había cuatro puertas idénticas, brillantes como espejos.
Entré en el del centro, o eso creí. Pulsé el botón “6”.
El ascensor bajó unos segundos y se detuvo con un suave ding.
Las puertas se abrieron a un pasillo desierto.
Nada de música, ni risas, ni olor a comida. Solo un pasillo largo y silencio.
El tipo de silencio que no debería existir en un crucero lleno de gente.
Di unos pasos.
El suelo cambiaba: la alfombra se volvía más fina, más gastada y las luces eran más tenues.
A los lados había puertas cerradas, sin carteles, sin decoración.
—¿Blue Garden? —dije en voz alta, solo para escucharme.
Nada.
Seguí avanzando. El aire aquí estaba más pesado, sin perfume, más real, casi industrial.
En algún punto, el zumbido constante del motor se hacía más fuerte, más grave, como si estuviera demasiado cerca de algo que no debía oír ni ver.
Doblé una esquina y el pasillo terminó en una puerta metálica con un cartel medio despegado:
“Acceso restringido. Solo personal autorizado.”
—Genial —murmuré—. Ni comida ni salida.
Me giré para volver, pero el pasillo parecía distinto. Las luces parpadeaban.
Por un segundo juraría que había más distancia que antes.
El barco vibró ligeramente, una sacudida casi imperceptible.
El sonido del motor se coló por una rendija, un rumor hueco.
Respiré hondo.
—Muy bien, Daniel, primer día y ya te pierdes. Rosa se reiría a gusto si lo supiera.
Busqué el panel con el mapa, pero no había ninguno.
Ni señal, ni flechas, ni esa dichosa “Ruta de emergencia” que tanto repetían por los altavoces.
Caminé de nuevo hacia el ascensor.
Cuando por fin lo encontré, las puertas eran solo dos, no cuatro como antes.
Pulsé el botón y se abrieron.
Podría jurar que no era el mismo ascensor en que llegué hasta aquí, pero no pensé y entré.
Esta vez solo había dos botones: una flecha arriba y otra abajo.
Probé con la de abajo y no pasó nada. El ascensor se quedó quieto.
Tragué saliva.
—Debe ser el otro —me dije, aunque mi voz no sonó convencida.
Un segundo dudé y apreté la flecha arriba.
Solo quería volver a donde hubiera gente, ruido, cualquier cosa viva.
El ascensor vibró y empezó su ascenso hasta que un pitido amable rompió el silencio y me avisó:
—Deck nine.
Fruncí el ceño.
Nueve. No el seis. Había subido más de la cuenta.
Las puertas se abrieron con un soplido y salí.
Lo primero que me recibió fue el aire frío del mar.
La cubierta superior estaba casi vacía, solo un par de marineros cambiaban las bombillas de la iluminación que temblaba con el viento.
Desde allí, el océano era una sombra infinita, y abajo, a lo lejos, se extendía la cubierta principal: más gente, risas, música, el reflejo del agua moviéndose contra el casco.
Me apoyé en la barandilla, dejando que la brisa me despejara la cabeza.
Y entonces la vi. Rosa.
Estaba abajo, junto a la barandilla de la cubierta seis, cerca de ese restaurante Blue Garden.
Hablaba con alguien, un hombre joven, aunque desde mi altura no podía distinguirlo bien.
Solo vi su gesto, la forma en que le sonreía. Esa sonrisa ligera, como hacía tiempo no lo hacía conmigo.
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matrimonio en crisis, diamantes robados mafia, mal entendido
Editado: 20.11.2025