Rosa.
Volví al camarote pisando fuerte, con la rabia latiéndome en las sienes.
Cada paso en aquel pasillo alfombrado sonaba como un recordatorio del ridículo que acabábamos de hacer.
La gente fingía no mirar, pero todos miraban. En un crucero, los chismes viajan más rápido que el viento.
Cerré la puerta con más fuerza de la necesaria. El sonido seco resonó entre las paredes pulidas del camarote.
—¡Imbécil! —solté, sin saber si lo decía en voz alta o solo lo pensaba.
Me miré en el espejo: el fular torcido, el maquillaje corrido en las comisuras, el cabello enredado por el viento.
Los diamantes brillaban, ajenos a mi cansancio. Parecía una mujer que ya no sabía si estaba de vacaciones o cumpliendo una penitencia flotante.
Daniel. Siempre el mismo Daniel.
Celoso, gruñón, incapaz de entender que no todo giraba en torno a él. Que alguien podía ser amable conmigo sin segundas intenciones —o al menos no tan obvias—.
De lo que habíamos sido ya no quedaba nada.
Ni rastro de aquellos sentimientos que, hace treinta años, me hicieron decir “sí”.
Ahora, sus escenas de celos me parecían una parodia, una forma torpe de proteger su orgullo herido.
Dejé el bolso sobre la cama y respiré hondo.
Intenté convencerme de que no valía la pena discutir otra vez, y menos por un hombre que solo había sido amable… y un poco encantador.
Pero la imagen de Daniel gritando “¡Titanic!” volvió a mi mente como una bofetada que todavía ardía.
No podía negarlo: Adrián me había despertado curiosidad.
Nunca había hablado con un escritor, y menos con uno que supiera escuchar sin interrumpir, sin querer tener siempre la razón.
Hablar con él fue fácil. Ligero.
Por un rato, el peso de los años, las discusiones y los silencios con Daniel se disolvieron en el aire salado del barco.
Me hizo reír. Me miró con interés, sin prisa, como si de verdad importara lo que tenía que decir.
Y eso, por insignificante que pareciera, me descolocó.
No recordaba la última vez que Daniel me había dicho algo bonito sin sarcasmo, o que me mirara con esa mezcla de curiosidad y respeto.
Quizá por eso me sentí bien.
Por un instante, volví a sentirme visible.
A mis cincuenta y cinco años, después de tanto tiempo siendo “la madre de” o “la ex de”, me descubrí disfrutando de la idea de que aún podía llamar la atención de un hombre.
No por lo que fui, sino por lo que todavía soy.
Y justo cuando el mundo me devolvía una chispa… Daniel apareció para apagarla.
Me quité los pendientes, el fular, el collar, los zapatos. Todo lo que pesara.
Y aun así, la rabia seguía pegada a la piel.
Salí al pequeño balcón del camarote.
Afuera, el mar era una plancha oscura y brillante.
La luna colgaba entre nubes dispersas, moviéndose al ritmo del barco.
El aire salado me calmó un poco.
Allí, por primera vez desde que subimos, sentí algo parecido a la paz.
Pero no duró.
El tono agudo del teléfono me devolvió a tierra: videollamada entrante. Lisa.
Por un momento dudé en responder. No quería que me viera con los ojos hinchados, pero el miedo a preocuparla me obligó a contestar.
—¡Hola, mamá! —dijo su voz alegre, con un pequeño retardo de conexión.
La imagen tembló un poco, pero bastó para que su sonrisa llenara el camarote.
—Hola, cariño —dije, forzando una alegría que no sentía—. ¿Todo bien por ahí?
—Sí, todo. Mira, Iván está conmigo y quiere que le enseñes el crucero más grande del mundo. ¿Puedes?
Tragué saliva mientras la cámara mostraba el rostro sonriente de mi yerno.
—Hola, Rosa —dijo Iván—. Me encantaría ver cómo es el camarote. Cuando nazca el niño, quiero regalarle a Lisa un viaje ahí.
—Claro, cariño, mira —respondí, girando el móvil—. Aquí está el camarote, el balcón… y ahí fuera, el océano.
—¡Guau! —exclamó Lisa—. Debe ser increíble.
Hizo una pausa, ladeó la cabeza hacia Iván y lanzó la pregunta que me congeló por dentro:
—¿Y papá? ¿Está contigo?
El corazón me dio un vuelco.
No podía decirle que su padre andaba perdido por el barco, bebiendo y mascando rabia.
No quería que pensara que ni siquiera en vacaciones éramos capaces de mantenernos unidos.
—Sí —mentí, con una sonrisa que me dolió en la cara—. Está… en la ducha. Nos estamos preparando para la cena de gala.
—¿Cena de gala? ¡Claro! ¿Vais a ir elegantes y todo eso?
—Por supuesto —respondí, intentando sonar natural—. Pero ya sabes cómo es tu padre con las corbatas. Seguro tarda una hora en anudársela.
Lisa rió.
Y esa risa me partió el alma.
Era la misma de cuando era niña, cuando todavía creía que su familia era indestructible.
—Bueno, mándame una foto de los dos, ¿sí? Quiero veros guapos y felices —pidió.
—Lo haré, cariño. Prometido.
—Mira, Rosa —intervino Iván—, si necesitáis algo o queréis comprar en las tiendas del crucero, no dudéis. Lo tengo todo cubierto con mi cuenta.
—Gracias, cielo, pero estamos bien así —respondí, con una voz más suave de lo que sentía.
Nos despedimos entre besos al aire y corazones digitales.
Y cuando la pantalla se apagó, el silencio regresó como una ola pesada.
Durante un largo minuto me quedé inmóvil, mirando mi reflejo en el espejo del tocador: una mujer que acababa de mentirle a su hija sin titubear.
No por proteger a Daniel.
Sino por proteger lo que venía: nuestro nieto.
Por ese pequeño haría cualquier cosa.
Cogí el teléfono y marqué el número de Daniel.
Ni se dignó a contestar.
El muy sinvergüenza.
Tenía poco tiempo.
Tenía que encontrarlo, lavarle la cara si hacía falta, y recordarle por qué estábamos en este barco: no por nosotros, sino por Lisa.
Salí del camarote con el enfado todavía en el pecho.
No iba a permitir que este viaje se redujera a una colección de vergüenzas.
Si Daniel quería comportarse como un adolescente, alguien tenía que recordarle que seguía siendo padre… aunque ya no fuera mi marido.
#475 en Otros
#34 en Aventura
#224 en Humor
matrimonio en crisis, diamantes robados mafia, mal entendido
Editado: 20.11.2025