Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 8. Cena de gala (la sonrisa prestada)

Daniel

Volví al camarote con la misma ilusión que tendría un reo camino al juicio final.
Rosa caminaba delante de mí, con paso firme, sin decir una palabra. Sabía que estaba enfadada, y cuando Rosa estaba enfadada, el aire a su alrededor se volvía más denso, como si hasta el barco lo notara.

—Siéntate —ordenó apenas cruzamos la puerta—. Y no pongas esa cara.

—¿Qué cara? —pregunté, aunque ya lo sabía.

—Esa. La de “me están torturando”. Vamos a la cena de gala, Daniel. No a un pelotón de fusilamiento.

—Depende del punto de vista.

Ella me lanzó una mirada que podría haber detenido el barco.
Abrió el armario y empezó a sacar ropa como una inspectora de modas: camisa blanca, chaqueta oscura, corbata que todavía olía a naftalina.

—Ponte esto.

—¿Y si no quiero?

—Entonces te lo pongo yo —replicó sin levantar la voz, y su tono me convenció de que lo decía en serio.

Bufé, pero me quité la camisa arrugada y me puse la que me tendía.
Ella me observaba como si estuviera vistiendo a un maniquí defectuoso.

—Métela por dentro —dijo—. Y abróchate bien el cuello.

—¿Qué, también vas a decirme cómo respirar?

—Si hace falta, sí.

Mientras me ataba la corbata (porque, por supuesto, me la ató ella), Rosa hablaba sin mirarme directamente.

—Lisa cree que estamos celebrando nuestro aniversario. No pienso romperle la ilusión.

—Pues ya es tarde para eso —murmuré, pero ella siguió como si no me oyera.

—Esta noche quiero que sonrías. Que parezca que todo está muy bien. Hacemos la videollamada, y luego haz lo que te plazca. Pero mientras hablamos con Lisa no pongas cara de funeral cada vez que alguien diga “amor”.

—¿Algo más, jefa? ¿Quieres que baile también?

—Solo si no tropiezas con nadie.

Tuve que morderme la lengua para no soltar algo peor. Había algo humillante en dejarse vestir como un niño rebelde, pero también algo cómodo: Rosa sabía lo que hacía. Siempre lo sabía.

Cuando terminó, me dio un último vistazo, ajustó el nudo de la corbata y dijo:

—Así. Ahora pareces un hombre decente.

—Un hombre disfrazado, querrás decir.

Ella no contestó. Cogió su bolso y se miró en el espejo. Era impresionante, y lo sabía. Esa clase de belleza madura que no pide permiso.
Por un segundo, la miré con los ojos de hace treinta años. Por otro, recordé que ya no era mi mujer.

Salimos del camarote.
Los pasillos estaban llenos de gente vestida de gala: perfumes caros, trajes relucientes, risas impostadas. Parecía una película en la que todos sabían su papel menos yo.

—No hagas comentarios sobre lo que no sabes —susurró Rosa mientras caminábamos—. Y ni se te ocurra mencionar el boxeo.

—No prometo nada.

El restaurante principal del crucero parecía una catedral flotante: lámparas de cristal, mesas redondas cubiertas de blanco, camareros que se movían como bailarines silenciosos.
Nos sentaron en una mesa compartida con dos parejas que ya sonreían demasiado.

—Buenas noches —dijo una señora enjoyada—. ¿Celebrando algo especial?

Rosa sonrió con esa perfección ensayada que yo nunca supe imitar.

—Nuestro aniversario —dijo sin titubear, mientras me ponía una mano sobre la mía.

Por reflejo, respondí al gesto. Su piel estaba fría, pero firme. Y por primera vez en días, el contacto no me molestó.
Justo entonces, el móvil de Rosa vibró sobre la mesa. La pantalla mostró el nombre de Lisa.

Nos miramos.
Sin decir palabra, Rosa deslizó el dedo para aceptar la llamada.

—¡Hola, mamá! —la voz de nuestra hija llenó el altavoz, acompañada del rostro de Lisa en la pantalla—. ¡Feliz aniversario!

Rosa sonrió como si no hubiera discutido conmigo en todo el día.
Yo me acerqué, procurando parecer más sobrio de lo que estaba.

—¡Hola, princesa! —dije, con una voz más tierna de lo que esperaba.

—Papá… —Lisa se llevó una mano al pecho—. ¡Qué guapos están! Parecen recién casados.

Rosa soltó una risa nerviosa. Yo apreté los labios, evitando mirarla.

—Estamos juntos como hace treinta años…

Dijo juntos con una sonrisa tan perfecta que hasta yo casi me la creí.

—Me alegra tanto —contestó Lisa, y su sonrisa se volvió húmeda—. Los quiero mucho, a los dos.

—También te queremos, cariño —dije, y esta vez no tuve que fingir.

Lisa sonrió y sopló un beso hacia la cámara antes de cortar la llamada.

Rosa dejó el móvil a un lado, en silencio.
Yo levanté la copa y la choqué suavemente contra la suya.

—Por la mejor actriz de este barco —murmuré.

Ella me miró con cansancio… pero también con una chispa de ternura.

—Y por el mejor mentiroso —respondió.

Brindamos.
El cristal sonó limpio, como si aún quedara algo que salvar entre nosotros, aunque ninguno supiera qué exactamente.

Durante la primera media hora fingí bien. Sonreí, brindé, mastiqué lo que sirvieran.
Rosa parecía satisfecha; incluso me miró un par de veces con un destello de aprobación.

Y entonces lo vi.

“Titanic”.
Camisa blanca impecable, sonrisa tranquila, copa en mano.
Cruzó el salón con paso seguro, saludando a alguien… hasta que la vio.
Hasta que sus ojos se encontraron con los de Rosa.

Ella se enderezó sin darse cuenta, una leve sorpresa que le suavizó el rostro.
Él sonrió. Levantó la copa con un gesto discreto, casi íntimo.
Y ella, sin pensarlo, le devolvió la sonrisa y el saludo, esa pequeña inclinación del cuello que antes era solo mía.

Duró apenas un segundo, pero bastó.
Porque la vi.
Vi cómo se le encendían los ojos, cómo la sangre le subía a las mejillas con ese rubor que hacía años no le veía.
Y fue como si todo el salón se apagara, menos ellos dos.

A mí me ardió algo por dentro.
No un simple ataque de celos: algo más amargo, más viejo.
Una mezcla de nostalgia y rabia, de saber que ese brillo que alguna vez provocaba yo ahora se lo debía a otro.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.