Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 9. El hombre que no era.

Daniel

Volví al camarote dando zancadas, con el estómago revuelto y el nudo de la corbata apretándome más que nunca.
Cerré la puerta con un golpe seco, uno de esos que dicen más que cualquier insulto.

Mi propio reflejo en el espejo me confirmó que estaba disfrazado de lo que ya no era.

Rápidamente me quité la chaqueta y la lancé sobre la silla. La corbata siguió el mismo camino, luego los gemelos, el cinturón… cada prenda caía como si me quitara una capa de hipocresía.
Me puse mi chándal favorito, que por cierto compró Rosa para mi cumpleaños, y fui al bar de deporte. No quería de nuevo discutir con mi mujer y dormir tampoco tenía ganas.

El lugar olía a cerveza y resignación masculina. Las pantallas mostraban un partido repetido, y unos cuantos turistas gritaban como si el gol dependiera de ellos.

Me senté en la barra, pedí una cerveza y dejé que el murmullo me anestesiara. De repente escuché una voz familiar. Era Miguel. Llevaba una camisa azul con un logotipo y sonrisa con ese aire tranquilo que parece inmune al drama ajeno.
—¿Puedo? —preguntó, señalando el taburete a mi lado.

—Claro —dije, sin ganas de conversación.

Pidió una cerveza también. Durante unos segundos compartimos silencio y fútbol.
Luego, sin pensarlo demasiado, solté:

—Oye, Miguel… hoy por la tarde hablaste con un tipo en la cubierta.

Miguel levantó una ceja.

—Yo hablo con mucha gente. Vendo las excursiones. ¿Qué tipo te interesa en concreto?

—¿Excursiones? - me sorprendí, pensaba que era alguien de mantenimiento o servicio.
—Sí. Yo soy parte del equipo que las organiza. Es mi trabajo aquí, aunque parezca que solo bebo.
—Ya. - dije pensando, porque no sabía si preguntarle directamente sobre el “Titanic”, - El guapo cuarentón con camisa blanca y pinta de chulito.

Miguel giró el vaso entre las manos, pensativo.

—Nadie especial, por lo que sé. Vino un par de veces a preguntar por las excursiones del puerto.
—Ya. ¿Y lo conoces de antes?

—No —dijo simplemente—. Solo es un pasajero más. Amable, tranquilo, algo callado.
Me preguntó por los museos en tierra firme, poco más.

Asentí despacio.
El problema no era “Titanic”.
Era ella. Y el amor que aún sentía por ella.
O, si era honesto, era yo y mi amargura.

Ese hombre me devolvía la imagen de todo lo que había perdido: la ligereza, la curiosidad, la capacidad de mirar a alguien sin arrastrar encima un saco lleno de reproches.

Verla sonreír así… tan natural, tan viva, me dolió más que cualquier ofensa.
No porque sintiera celos, sino porque me recordó algo insoportable: que hacía años que no la veía así conmigo.
Ni siquiera recordaba la última vez que la hice reír sin que sonara forzado o falso.

Quizá lo que me carcomía no era verla interesarse por otro, sino notar cuánto había cambiado su mirada cuando me miraba a mí.
Donde antes había deseo, quedaba costumbre.
Donde hubo ternura, solo paciencia.

Y entonces lo entendí, en un destello de lucidez amarga:
No era Adrián quien me quitaba nada.
Era el tiempo —y los golpes de la vida— que ya habían hecho su trabajo.

—¿Que pasó, amigo? ¿te molestó? —preguntó Miguel con un aire de compasión.

No respondí. Le di otro trago a la cerveza.
Miré la pantalla: un delantero falló un penalti, y el público abucheó.
Perfecta metáfora.

—¿Tienes mujer, Miguel? —pregunté por inercia.

—La tuve. Murió hace cinco años. Cáncer.
—Lo siento.
—Yo también, a veces. Pero se aprende a vivir con los fantasmas.

Brindó con su vaso, y yo choqué el mío sin decir nada.

Miguel dejó el billete en la barra y se levantó. Antes de irse, me dio una palmada en el hombro.

—No dejes que te hunda el barco, Daniel.

—¿Qué? —pregunté, medio distraído.

Miguel giró su vaso, mirando las burbujas como si en ellas leyera el futuro.
—Que a veces es mejor esperar. Enfriar la cabeza antes de hacer algo de lo que te vas a arrepentir.
Bebió un sorbo y añadió, con media sonrisa cansada:
—Ve al casino, trabaja veinte cuatro horas, juega un rato. Distráete.

—No soy de jugar. Me quedo aquí.

—Como quieras —dijo, encogiéndose de hombros—. Pero no vayas a buscarla ahora. Créeme, no es el momento.

—Está bien.

Miguel me dio una palmada en el hombro. No de esas que animan, sino de las que entienden.
Luego dejó unas monedas sobre la barra y se fue, perdiéndose entre los reflejos del televisor y el humo invisible de las frituras.

Me quedé solo, con el eco del penalti fallado y el sabor rancio del orgullo en la boca.
La pantalla seguía mostrando la repetición del mismo gol fallido, una y otra vez. Parecía mi vida en bucle.

No supe si seguir bebiendo, volver al camarote o simplemente desaparecer.
Al final, escogí lo último que quedaba: aire.

La cubierta estaba casi vacía.
Algunos pasajeros se acurrucaban bajo mantas del barco, mirando el mar en silencio, como si esperaran una revelación.
El viento olía a sal y metal, y el rumor del océano era lo único que no fingía nada.

Caminé sin rumbo hasta encontrar una fila de tumbonas vacías. Me dejé caer en una, mirando el cielo.
Las luces del crucero se reflejaban en el agua como un falso firmamento: estrellas eléctricas flotando sobre la nada.

Pensé en Rosa.
En Lisa.
En todo lo que habíamos construido sin darnos cuenta, y en cómo, poco a poco, lo dejamos desmoronarse mientras fingíamos que seguía en pie. Los dos fingimos por bienestar de nuestra Lisa.

Fingir por amor era fácil.
Lo difícil venía después, cuando el amor tenía que sobrevivir a todas esas mentiras piadosas. A los silencios que pesan más que los gritos.
A la costumbre de no mirarnos demasiado para no ver lo que faltaba.

Y ahí, tumbado bajo el cielo del Atlántico, entendí algo que no había querido admitir hasta entonces.
No quería el divorcio.
No quería vender la casa, ni repartir recuerdos como si fueran objetos sin valor.
No quería cerrar esa puerta y fingir que todo aquello fue solo una etapa.




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