Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 10. La sorpresa en la cama.

Daniel.

Me desperté con el cuerpo entumecido y la garganta seca, como si hubiera dormido dentro de una botella vacía.
El frío del amanecer se filtraba por cada rendija de la cubierta y me calaba los huesos, recordándome que no pertenecía allí, que era un intruso en medio de tanta calma artificial.

El mar seguía moviéndose con esa cadencia hipnótica, constante, pero ya no tenía nada de paz. Ahora sonaba como una respiración ajena, pesada, indiferente.
Durante unos segundos no supe si era el mar el que se movía o yo el que aún seguía tambaleándome por dentro.

Miré el reloj. Las agujas marcaban casi las cuatro.
No recordaba el momento exacto en que el sueño me venció. Solo sabía que necesitaba escapar: del bar, del ruido, de la sensación de haberme convertido en un espectador de mi propia vida.

Me incorporé despacio, con las piernas entumecidas y la cabeza latiendo al compás del mar. El aire olía a sal y a metal húmedo. Una bruma azulada cubría el horizonte, donde el amanecer apenas insinuaba su llegada.

Caminé hacia el interior del barco. Cada paso resonaba hueco, solitario, como si el pasillo entero respirara conmigo.
Las luces parpadeaban, bañando las paredes en un tono verdoso y triste. No había nadie. Ni un sonido, salvo el rumor apagado de los motores y el eco de mis pensamientos.

Encontré nuestro camarote sin pensarlo demasiado, como si mis pies conocieran el camino mejor que mi cabeza. No quería despertar a Rosa, porque era mala hora para decirle algo. Tampoco sabía qué quería decirle aún, por eso saqué la llave-tarjeta del bolsillo. Me tembló un instante entre los dedos —no sabía si por el frío o por lo que temía encontrar al otro lado.

La pasé por la ranura. Un pitido verde. Un clic metálico.

Empujé la puerta con suavidad, intentando no hacer ruido.
El camarote estaba en penumbra, apenas iluminado por el resplandor azul que se colaba desde la ventana redonda.
Por un instante pensé que todo seguía igual, que Rosa dormía, que el mundo aún no se había torcido del todo.

Di un paso dentro.
El olor fue lo primero que noté: perfume, alcohol… y algo de sudor ajeno, sutil pero inconfundible. El aire tenía una densidad extraña, como si no era nuestro camarote.

Un poco confundido miré alrededor. La bandeja del desayuno de bienvenida seguía sobre la mesa. Las frutas intactas brillaban bajo la luz azulada, pero al lado había algo que no debía estar allí: una botella de vino casi vacía y dos copas, una de ellas con la marca del pintalabios de Rosa.

Sentí un pinchazo en el estómago. El corazón me golpeó con fuerza antes incluso de que mis ojos llegaran a la cama.

Era grande, blanca, perfectamente hecha por la mañana… ahora arrugada, revuelta, testigo mudo de algo que no quise imaginar.
Rosa dormía acurrucada a un lado, su camisón estaba un poco torcido y una pierna salía de las sábanas.
Y al otro lado, sobre la colcha, estaba él. Lo reconocí enseguida: el “Titanic”.
El hombre de la sonrisa impecable y los brindis desde lejos. El que había encendido algo en Rosa, y algo peor en mí.

Estaba tumbado en la cama, pero vestido y muy quieto, con el cuello torcido en un ángulo antinatural.

Por un instante mi mente se negó a entender. Solo vi una silueta, un intruso, un cuerpo donde no debía haber ninguno. El pulso me rugía en las sienes.

—Hijo de… —murmuré, y avancé.

La rabia me cegó. Quise arrancarlo de la cama, gritarle, sacarlo a empujones de mi vida. Le agarré del brazo con fuerza, dispuesto a levantarlo, a soltarle todo lo que llevaba acumulado desde hacía años.

Pero el cuerpo no respondió.
No hubo resistencia.
Solo un peso muerto.

La piel, fría.
Los ojos, entreabiertos, sin brillo.
El silencio absoluto.

Lo solté de golpe, dando un paso atrás. El corazón me golpeaba el pecho como si quisiera escapar.
El vino, las copas, la cama revuelta… Todo encajaba, y al mismo tiempo, nada lo hacía.

Retrocedí otro paso, tambaleante. El aire del camarote se volvió espeso, casi irrespirable.

—No… —susurré, con una voz que no reconocí como mía.

Rosa se movió entonces, murmurando algo entre sueños. Me lancé hacia ella y la sacudí, desesperado.

—¡Despierta, Rosa! —dije entre dientes.

Abrió los ojos, medio perdida, y me miró con fastidio.

—¿Daniel...? —balbuceó—. ¿Qué pasa ahora?

—Quiero saber qué hace este cuerpo en mi cama —siseé, señalando hacia el otro lado.

—¿Qué cuerpo...?

—¡Este! —la giré bruscamente para que mirara.

El grito se le escapó de golpe, como un alarido contenido demasiado tiempo. Se incorporó, apartando la sábana con manos temblorosas. Su mirada se clavó en el rostro inmóvil de Adrián.

—¿Adrián...? —murmuró, incrédula—. ¿Cómo… cómo se quedó aquí?

—No lo sé —respondí con amargo sarcasmo—, pero parece que pasó una noche de muerte. Literalmente.

La mirada de Rosa saltó del cadáver a la mesa, luego a mí, y volvió al cuerpo. La confusión dio paso al horror, y el horror al pánico.

—¡Dios mío… lo mataste! —gritó, llevándose las manos a la boca.

—¡Cállate! —susurré, tapándole los labios antes de que su voz se escapara al pasillo—. No grites, por amor de Dios.

Ella forcejeó, las lágrimas asomando sin control.

—No fui yo —dije, clavando los ojos en los suyos—. Pero si no lo hice yo… entonces dime, Rosa… ¿quién fue? O tal vez… —la miré fijo, con el corazón desbocado— tal vez fuiste tú.

Rosa se apartó de mí como si la hubiera quemado.
Sus ojos estaban abiertos de par en par, vacíos de comprensión.

—¡Yo no lo maté! —susurró con la voz rota, mientras se alejaba del cuerpo—. ¡Te juro que no lo maté, Daniel!

—¿Ah, no? —repliqué, sin poder contenerme—. ¿Y cómo explicas que esté muerto en nuestra cama? ¿Se desmayó de amor?

—¡No empieces con tus sarcasmos! —me gritó, en un susurro histérico—. ¡Tú eres el que entra aquí de madrugada, borracho, y lo primero que haces es tocar un cadáver! ¡Seguro lo mataste tú y ni te diste cuenta!




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.