Daniel.
El restaurante del barco estaba casi vacío. Unas pocas parejas madrugadoras, los excursionistas que se marchaban al puerto en una hora y un camarero con sonrisa de plástico que servía café como si lo hubieran programado, pero sin pregúntale.
Sostenía la taza con las manos temblorosas; el café me vibraba entre los dedos y me salpicaba el platillo. No podía tranquilizarme. No podía olvidar de cadáver en cama. Pero lo que me resultaba más desconcertante era la frialdad de Rosa.
Sentada frente a mí, impecable, con la misma serenidad con la que organiza un almuerzo familiar o hace la lista de la compra. Llevaba el mismo vestido de la noche anterior —el azul oscuro que le sienta como hecho a medida. Ni un gesto, ni una palabra la delataba. Solo un aire nuevo que me intimidaba: calma, determinación, frialdad. Era como si alguien hubiera cambiado a mi mujer por la versión de sí misma que sabe exactamente qué hacer en medio del desastre. ¿A lo mejor es capaz de matar?
—No me mires así —dijo sin levantar la vista de la tostada—. Sonríe un poco, o van a pensar que discutimos.
—Pretendes que desayune como si nada —murmuré entre dientes—. Hay un hombre muerto en nuestra cama, Rosa.
—Sí, pero no por mucho tiempo —corrigió ella, calmada, mientras echaba azúcar en el café—. Tenemos que sacarlo del camarote y esconderlo en algún sitio, al menos hasta que estemos en Barbados. Pero ahora lo que necesitamos es parecer normales.
—¿Por qué hasta Barbados? —no entendí.
—Porque allí hay aeropuerto y podemos volver a casa. —dijo firme.
—¿Y cómo vamos a sacar el cadáver del camarote? ¿No te diste cuenta de que hay cámaras por todos lados? —señalé con la cabeza una en la entrada.
—Piensa tú tambien, Daniel. —siseó Rosa, molesta—. Yo no puedo hacerlo todo.
Iba a soltarle la réplica que llevaba hirviendo en la lengua, echarle en cara que esto era culpa suya, pero justo entonces entró en el restaurante un grupo de chicos jóvenes que claramente habían pasado la noche muy movida. Uno de ellos no podía sostenerse en pie; sus amigos lo arrastraban por los brazos como si fuera un muñeco.
—Podemos usar eso —susurré—. Fingir que está borracho. Además, yo tengo una idea de dónde esconderlo.
—¿Dónde? —preguntó ella, clavándome la mirada.
—En la parte baja del barco —expliqué—. Hay pasillos con almacenes y camarotes de personal. Pero primero hay que ver si alguno está vacío.
Ella quería decir algo, pero de pronto el móvil de Rosa empezó a vibrar sobre la mesa. El nombre en la pantalla me heló la sangre.
—Lisa —dije, mirándola con la garganta apretada. —¿Qué le decimos?
—Nada. ¿Quieres que pierda a nuestro nieto? —respondió, casi sin pensar.
—Pero ¿cómo le explicamos nuestra vuelta antes del tiempo?
—No te preocupes. Haré montones de fotos del barco y las mandaré dosificadas, para que crea que seguimos de viaje —respondió con una resolución. —¡Sonríe!
Rosa se alisó el pelo con calma estudiada, tomó aire y contestó con la voz más dulce que no le he oído en meses:
—¡Hola, cariño! —sonó tan convincente que a mí me engañó por un instante—. ¿Ya estás despierta?
La voz de nuestra hija llegó por el teléfono: viva, rápida, con esa energía que siempre nos desborda. Preguntó por el viaje, por el barco, por la cena de gala. Rosa describió los platos, los bailes y hasta imitó al cantante del piano bar. La veía y sentía una mezcla de admiración y algo que olía a miedo: era capaz de sostener una conversación como si no hubiera pasado nada.
—Papá —oyera decir a Lisa—, ¿bailaste con mamá o la dejaste escapar otra vez?
Rosa me pasó el teléfono y me dio una patada debajo de la mesa.
—Dile que sí —susurró entre dientes, con una media sonrisa.
—Sí, claro —respondí, fingiendo entusiasmo—. Bailamos… mucho. Fue una noche larga.
Rosa me fulminó con la mirada; rectifiqué:
—Quiero decir… inolvidable.
Lisa rió al otro lado.
—¡Oh, me imagino! Aún llevas el vestido de la noche, mamá. ¿No os acostasteis aún?
—¿Cómo lo sabes, mi amor? —dije, intentando sonar sorprendido y jovial.
—Porque tú ya cambiaste, pero mamá aún lleva ese azul… —Hubo una pausa—. Pero… ¿dónde está tu collar, mamá? Te lo habías puesto para la cena, ¿no?
Rosa se quedó inmóvil. La sonrisa se le congeló.
—¿Mi… collar? —repitió, tocándose el cuello con el gesto automático, pero sus dedos solo encontraron piel desnuda. Nos miramos los dos sin decir nada, como dos cómplices descubriendo que el crimen ya no era lo más urgente—.Lo quité para no perderlo en la cubierta.
—Sí, hija, la llevaba, pero luego —intenté distraerla antes de que Rosa recuperara la palabra—, salimos a la cubierta a hacer unas fotos románticas… ya sabes, esas como de Titanic.
Al oír “Titanic” Rosa atragantó con el café.
—¡Papá, increíble! —exclamó Lisa riéndose—. Parece que este viaje te ha vuelto romántico.
Rosa se levantó de golpe y me arrebato el móvil de las manos.
—Cariño, luego te llamo, ¿vale? Es que… —improvisó con una alegría forzada—, están sirviendo unos croissants maravillosos y se van a enfriar. Te llamo más tarde. Te quiero.
Colgó sin esperar respuesta. El zumbido de la maquina de café, el murmullo de las parejas y las risas de los chicos borrachos llenaron la sala del restaurante. Rosa no dijo nada. Yo tampoco.
Hasta que caí en la cuenta antes de que ella lo dijera.
—El collar —susurré—. ¿Tampoco recuerdas dónde lo pusiste?
Ella asintió, los labios apretados. Su rostro seguía sereno, pero en los ojos asomaba un brillo diferente: no miedo, sino algo peligroso y calculado.
—Vamos —dijo finalmente.
—¿A dónde? —pregunté.
—Al camarote. A lo mejor lo puse en la caja fuerte.
Pagó el desayuno con la tarjeta del barco con la naturalidad de quien se levanta para ir a tomar el sol. Yo la seguí a trompicones, con el corazón golpeándome en las sienes, con la absurda esperanza de que, por lo menos, los malditos diamantes estuvieran en la caja fuerte.
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matrimonio en crisis, diamantes robados mafia, mal entendido
Editado: 20.11.2025