Daniel
—No puede ser —murmuré—. Rosa, un muerto no se evapora. O alguien se lo llevó —probablemente el hijo de puta que lo trajo—, o ese cabrón no estaba tan muerto como parecía.
Ella no respondió. Caminaba despacio por el camarote, con la precisión de una inspectora buscando una pista. Observaba cada rincón con los ojos fríos, calculadores, esperando encontrar el collar. Revisó el baño, el armario, la terraza. Nada.
—El collar ha desaparecido —dijo por fin, con voz baja—. ¿Qué le cuento a Lisa? ¿Y a los padres de Iván?
Por un momento tuve la sensación de que lamentaba más la pérdida de los diamantes que la del cuerpo de Adrián.
—¿Te preocupa más un collar que la desaparición de un cadáver? —le solté sin pensar.
—¡No entiendes nada! —exclamó, cortante—. El collar no es solo joyas: es la confianza que los Solen depositaron en nosotros. ¿Dónde pude haberlo perdido? ¿No deberíamos denunciar el robo?
—¿Y denunciar también la desaparición del cadáver? —repliqué con una risa amarga.
Rosa guardó silencio unos segundos y luego me clavó la mirada.
—Exacto —dijo con calma repentina—. Quien nos dejó el cadáver contaba justo con eso: que no denunciaríamos el robo del collar por miedo a que nos culparan de asesinato.
—Entonces vamos al capitán y lo contamos todo —propuse, con la urgencia de quien quiere salir del infierno.
—¡No! —replicó, cortante—. ¿Estás de broma o eres idiota?
—¡Deja de llamarme idiota! —me enfurecí—. Tú misma dijiste que había que avisar.
—Perdona —repuso, cambiando el tono, casi suave—. No lo pensé.
—Nunca piensas —la acusé, dolido—. Estás acostumbrada a que yo no responda y…
—Daniel, basta —me cortó, bajando la voz—. No es momento para peleas. Tenemos que encontrar al ladrón nosotros mismos y recuperar los diamantes.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —pregunté, incrédulo.
Ella me miró con esa calma afilada que empezaba a asustarme.
—Aún no lo sé, pero tengo claro que todo esto se planeó con un único objetivo: robar el collar.
Me pasé la mano por el pelo. No sabía si reír o gritar.
—Esto es un crucero, Rosa, no una novela de Agatha Christie.
Ella arqueó una ceja.
—Pues empieza a comportarte como si lo fuera. Porque ahora somos los principales sospechosos de un cadáver que ya no existe y víctimas de un robo que no podemos denunciar.
—¿De verdad crees que alguien ideó un plan tan absurdo y complicado solo para robar tus diamantes? —protesté—. En la cena con el capitán, la mitad de las mujeres llevaba joyas. Y a ninguna le apareció un muerto en la cama.
—¡Nadie llevaba diamantes auténticos! —replicó ella—. Isabel Serrano dijo que siempre usan réplicas. Y yo, como idiota, le hice caso a Lisa y me puse el verdadero.
—¿Qué?
—Sí. Incluso en las joyerías del barco te preguntan a dónde quieres que te envíen la compra y si quieres la réplica —añadió—. Las auténticas no las entregan a bordo.
—¿O sea que fuiste la única que se puso diamantes reales para la cena? —pregunté, incrédulo, con un tono más alto del que pretendía.
—Cálmate —respondió Rosa sin mirarme, con esa serenidad que me sacaba de quicio—. Nos estamos desviando del tema. Lo importante es: ¿quién sabía que llevaba piedras auténticas?
—Pero ¡cómo voy a saberlo! —me exasperé, más por su tono que por la pregunta. Me hablaba como a un alumno torpe.
Rosa se levantó, tomó el bloc de notas del barco y un bolígrafo con el logo del crucero.
—Será mejor que tomemos notas —dijo con voz práctica, como si estuviera organizando el menú de Navidad.
Se detuvo de golpe, mirando la bandeja de frutas, y frunció el ceño.
—¿Y la botella? ¿Y las copas?
Me acerqué. Tenía razón. Ni la botella ni las copas estaban. La mesa estaba limpia, impecable, como si alguien hubiera hecho desaparecer todo rastro de lo ocurrido.
—¿Ahora entiendes? —dijo Rosa, satisfecha, con aire de detective aficionada.
—¿Entender qué? ¿Que tu amante resucitó, robó el collar y se llevó el vino para brindar? —dije con sarcasmo.
—¡Idiota! ¡No era mi amante! —siseó, con la mirada encendida—. ¿Ahora ves por qué no recuerdo nada?
—Claro, porque estabas borracha —respondí, devolviendo el golpe.
Rosa me fulminó.
—No, Daniel. Me drogaron. Me echaron algo en la bebida. Por eso no sentí cuando me quitaron el collar. Por eso no recuerdo nada.
Me quedé callado. En el fondo, tenía sentido… aunque me resistía a creerlo.
—Exacto —dije al fin—. Te dieron clonidina. La usan para dormir a la gente. Lo vi en un documental sobre estafadores. Después de eso, no recuerdas ni tu nombre.
—No sé qué fue —dijo ella, serena—, pero alguien entró aquí mientras desayunábamos.
—¿Y cómo? Dejamos el cartel de “No molestar” y llevamos las dos llaves.
—Con otra llave, evidentemente. El personal de limpieza las tiene, como en los hoteles.
—Pero el cartel… —insistí.
—¡Ay, Daniel! —resopló—. A un ladrón o a un asesino le importa muy poco tu cartelito de “No molestar”.
Suspiró, se sentó en el borde de la cama y abrió el bloc.
—Vamos a pensar quién sabía que llevaba los diamantes.
Escribió con su letra redonda y firme:
1. Los Serrano.
—Tuve la brillante idea de decirles que no sabía que se suponía que debíamos usar réplicas —admitió con una mueca amarga.
—Perfecto. Siempre tan prudente —ironicé.
Ella me ignoró y siguió escribiendo.
2. Un empleado del barco.
—¿Qué empleado? —pregunté, sintiendo un mal presentimiento.
—Uno que me ayudó con la caja fuerte —respondió, evitando mi mirada, con mezcla de culpa y desafío—. Como tú te fuiste a beber, y yo no sabía cómo funcionaba, tuve que pedir ayuda.
—Genial, eres muy lista, ¿no? —resoplé—. ¿Y quién más? ¿El del camarote de al lado? ¿El capitán?
Rosa dudó antes de escribir el siguiente nombre.
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matrimonio en crisis, diamantes robados mafia, mal entendido
Editado: 20.11.2025