Rosa
Todavía repasaba la lista de sospechosos cuando una voz metálica irrumpió desde el altavoz del camarote:
—Atención, estimados pasajeros. En cinco minutos comenzará el simulacro obligatorio de salvamento. Rogamos acudir con sus chalecos salvavidas al punto de reunión asignado.
Parpadeé, incrédula.
—¿Simulacro? ¿Ahora? —murmuré.
Daniel, tumbado en la cama como si no existiera un cadáver desaparecido ni un robo de mi collar, se encogió de hombros.
—Debe de ser protocolo —dijo, levantándose con calma.
—Protocolo mis narices —bufé—. ¿No podían hacer su entrenamiento justo antes del desayuno o después del asesinato?
Él sonrió. Ese gesto de autocomplacencia que me dio ganas de tirarlo por la borda.
—Al menos sabremos cómo sobrevivir cuando todo se hunda.
—Tranquilo —le respondí—; si el barco se hunde, te usaré de flotador.
Nos pusimos los chalecos. El suyo parecía inflado, con ego. El mío, en cambio, se me ajustaba a la perfección (una tiene dignidad incluso en un desastre marítimo).
—¿Seguro que lo abrochaste bien? —le pregunté.
—Sí, mamá —replicó, mientras el chaleco le subía hasta las orejas.
—Perfecto. No quiero que se me escape el marido en mitad del Atlántico. Por lo menos no antes de encontrar el collar y descubrir al asesino.
Salimos al pasillo. Era como una evacuación de zoológico: niños chillando, ancianos despistados, algún turista incluso cargaba un flotador con forma de flamenco. El barco entero olía a crema solar y confusión.
Daniel caminaba detrás, mascullando algo sobre “turismo responsable” y “suicidio colectivo con chaleco”.
Cuando llegamos a la cubierta, el caos era completo. Un oficial italiano con sonrisa de anuncio nos indicó que nos pusiéramos en fila.
—Buon giorno, signori! Benvenuti all’esercizio di salvataggio. Non si spaventano, è solo un piccolo gioco.
¿“Pequeño juego”? Si supiera que ayer dormí junto a un cadáver, no lo diría tan alegremente.
Nos colocamos junto a un grupo de jubilados británicos que parecían encantados de estar a punto de naufragar. Una señora, que llevaba su perrita nerviosa en brazos, me sonrió y me ofreció un caramelo de menta. Le devolví la sonrisa, aunque rechacé el caramelo dudoso: no era momento de parecer la sospechosa histérica del barco.
Daniel, en cambio, ya parecía en huelga emocional. La desaparición del cadáver lo había tranquilizado tanto que parecía haber olvidado por completo el robo del collar. Tal vez ya creía que todo había sido un sueño. Pero yo sí lo sabía. Los criminales estaban en alguna parte. Cerca. Quizás incluso más cerca de lo que creía.
Empecé a escanear la multitud. Era como buscar una aguja en un pajar… pero una aguja con pasado amoroso y un cadáver que nunca fue.
—¿Qué haces? —me preguntó Daniel.
—Busco.
—¿A quién?
Lo ignoré, porque Daniel tiene el don de convertir cada investigación en un bostezo.
—Esto es ridículo —murmuró.
Iba a responder, pero de pronto algo llamó mi atención. Entre la multitud, a unos veinte metros, vi una silueta. Alta, ancha de hombros, el mismo corte de pelo que Adrián. El corazón me dio un vuelco. Sin pensarlo, empecé a avanzar.
—Rosa, no —escuché a Daniel detrás.
Pero no le hice caso. La gente se movía torpemente, como un rebaño de naranjas hinchadas. Un niño me pisó el pie. Una señora alemana me dio un codazo. No importaba. Solo tenía que alcanzarlo.
—¿Qué pasa ahora? —oí que preguntaba Daniel.
—Ahí —dije, señalando discretamente—. Ese hombre de azul.
—¿Y qué? Hay como veinte hombres de azul.
—Ese camina igual que Adrián. Y el pelo… es igual.
—¿Y qué quieres? ¿Ir a comprobar si también respira?
—Exactamente.
Antes de que pudiera detenerme, me escabullí entre los pasajeros.
—Excuse me, sorry, pardon… —iba diciendo, y alguna palabra impronunciable que debía sonar educada.
El oficial italiano me gritó algo en tono operístico, pero no entendí ni una palabra. La multitud se movía, y el hombre del polo azul avanzaba entre ellos, siempre un paso más lejos.
—¡Rosa! —escuché la voz de Daniel detrás.
La ignoré. Tenía que verlo. Si Adrián seguía vivo, todo cobraba sentido: el cadáver desaparecido, el robo del collar, el vino faltante… todo.
El altavoz volvió a rugir con dramatismo hollywoodense:
—Todos los pasajeros deben dirigirse a sus botes asignados. Este es solo un ejercicio. Repito: solo un ejercicio.
La gente empezó a moverse en masa. El “Adrián” —si era él— desapareció un instante detrás de un grupo de turistas coreanos con sombreros. Intenté avanzar hacia allí, pero una señora alemana me cortó el paso.
—Bitte, warten Sie! —me gritó, con el chaleco torcido.
—Sí, sí, warten lo que quieras —resoplé y seguí mi camino.
De pronto sentí una mano firme en el hombro. Era un marinero con bíceps de catálogo.
—Signora, al bote, per favore.
La gente empezó a empujarme, y el hombre del polo azul giró levemente la cabeza. Un segundo. Lo suficiente para que sintiera que el estómago se me caía al suelo.
Era él. O alguien idéntico.
—¡Adrián! —grité.
Pero mi voz se perdió entre el murmullo general. El oficial italiano me vio y levantó el megáfono.
—Signora! Torni al suo posto!
—No, espere, yo solo quiero…
Demasiado tarde. Me arrastraron como si fuera parte de una coreografía. De pronto estaba en el aire, luego apretada, y luego… sentada en un bote salvavidas, rodeada de desconocidos sonrientes y con el dichoso perrito en las manos.
El marinero me dio una palmada en el chaleco.
—Molto bene! Brava signora!
Si me felicitaba una vez más, lo ahogaba con el silbato.
Desde el bote vi a Daniel acercarse corriendo, histérico, gritando mi nombre como si yo fuera una niña perdida en el supermercado.
—¡Rosa!
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matrimonio en crisis, diamantes robados mafia, mal entendido
Editado: 20.11.2025