Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 15. En busca de cadáver viviente.

Rosa

Daniel decidió que la mejor manera de procesar un misterio compuesto por un cadáver viviente y mi collar robado era con cebada.

—Voy al bar —anunció con su tranquilidad criminal—. Necesito una cerveza o acabaré siendo sospechoso de tu propia locura.

—Tómate dos —le respondí con amargura—. Una para tu adicción y otra para tu única neurona, a ver si empieza a funcionar.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó arrugando el ceño, más por costumbre que por enfado.

Lo miré con la frustración de una mujer que sabe que, si Daniel fuera un ordenador, habría que reiniciarlo cada diez minutos.

—Que no entiendes la importancia de ese collar —solté, agotada de explicarle lo obvio por quinta vez.

—¿Y qué importancia tiene? ¿Qué vale millones?

—¿En serio? —le repliqué—. ¿Tanto te cuesta usar el cerebro?

Daniel suspiró, se apoyó en la pared con los brazos cruzados, adoptando una pose zen que pretendía iluminación espiritual, pero que solo conseguía hundirme moralmente.

—Vale, genia. Entonces explícame, ¿cómo piensas encontrar al ladrón? No somos policía ni detectives privados ni tenemos derecho a investigar nada. Y encima no podemos avisar al capitán porque…

—Porque tú prefieres no hacer nada, como siempre —lo corté.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Mate a tu amante de verdad?

—¡Cállate! —lo interrumpí antes de que siguiera con su festival de estupideces.

Y, para evitar otro comentario, le estampé un beso rápido en la boca. Táctico. Un misil aire-tierra directo a su silencio.

Daniel se quedó helado, como quien no sabe si agradecer el gesto o llamar a seguridad.

Justo entonces dos jubiladas alemanas pasaron por el pasillo y nos sonrieron con una calidez que casi me derrite el esmalte dental.

—Ah, amore! —exclamó una, juntando las manos—. Sempre bello vedere coppie innamorate!

Respondí con una sonrisa tan falsa que debería venderse en la sección de imitaciones del chino de mi barrio.

Daniel, en cambio, aprovechó la escena como si estuviéramos protagonizando Crucero, pasión y cerveza. Me pasó un brazo por la cintura.

—¿Ves? —susurró—. Todavía damos envidia.

—Sí —murmuré entre dientes—. A los ciegos.

Las señoras siguieron su camino, suspirando como si hubieran presenciado Romeo y Julieta: edición geriátrica.

Si supieran…

Daniel sonrió satisfecho e intentó devolverme el beso, pero lo aparté.

—Quita las manos. Ya se han ido —siseé—. Si no vas a ayudarme, haz lo que quieras, pero no me estorbes.

Abrí la puerta del camarote. Me quedé quieta un instante: una parte de mí esperaba encontrar a Adrián nuevamente en la cama. Pero no. Todo estaba impecable, casi como un anuncio de productos de limpieza.

Daniel entró, comprobó que no hubiera cadáveres esta vez, y salió sin decir palabra. Bendito sea el silencio.

Me senté en la cama y saqué mi libreta de sospechosos. Necesitaba pistas, milagros, inspiración divina… pero lo único seguro era esto: yo lo vi. Adrián estaba vivo. A pesar de lo que dijera Daniel, que juraba que estaba tieso cuando lo tocó.

¿Cómo encontrarlo sin levantar sospechas?

No sabía su apellido ni su número de camarote.

Entonces recordé a Agatha Christie, la reina suprema de los misterios. Y como si me hubiera iluminado una lámpara mágica, tuve un plan.

Abrí la maleta de Daniel. Encontré calcetines huérfanos, camisetas deportivas arrugadas y su libro, intacto, demostrando que la única lectura que hacía en el crucero eran las etiquetas de cerveza.

Y ahí estaba la cartera de piel de cocodrilo… o avestruz… o dinosaurio prehistórico, regalo del padre de Iván. Daniel detestaba todo lo que viniera de los Solen y, por supuesto, nunca la usó. Pero Lisa la guardó en la maleta "por si acaso".

Metí dentro unas tarjetas publicitarias y un billete de cien dólares, la rasqué un poco con mi lima de uñas para que pareciera usada. Credibilidad ante todo.

Luego busqué un disfraz: gafas gigantes, sombrero de paja del duty free, y el chal floreado que Lisa insistió en que llevara a la piscina. Me miré al espejo: parecía una viuda buscando marido nuevo o una actriz mexicana en retiro espiritual.

Perfecto.

Salí hacia recepción. El pasillo hervía de pasajeros comentando el simulacro de emergencia como si hubieran sobrevivido a un naufragio real. Me crucé con los Serrano, sonrientes y sudorosos, que intentaron saludarme con su eterno entusiasmo. Fingí no verlos. No estaba de humor para selfies ni para su optimismo pasteloso.

Llegué al mostrador. La recepcionista era joven, impecable, con una sonrisa entrenada para sobrevivir a hordas de turistas borrachos.

—Buenos días, señora. ¿En qué puedo ayudarla?

Me acomodé el sombrero y puse mi mejor voz melosa.

—Encontré esta cartera en el bar anoche. Creo que pertenece a un pasajero llamado Adrián.

Ella tecleó.

—¿Apellido?

Ahí empezamos.

—No lo sé. Pero es escritor… viaja solo… alto, moreno… atractivo.

Levantó una ceja. Su mirada decía: “Ajá, típica historia de señora abandonada buscando a su romance de crucero”.

Sí, cariño. Créeme lo que quieras. Pero yo soy la señora que encontró un cadáver en su cama. No me subestimes.

—Lo siento —respondió—, sin apellido es imposible localizarlo.

—¿Puede buscar por camarotes individuales? —pregunté, lanzando un anzuelo.

—Sí, claro —respondió ella, inocentemente.

Miró la pantalla. Luego el monitor. Luego a mí. En sus ojos apareció esa mezcla de compasión y alarma que tienen las empleadas de hotel cuando creen que eres una víctima de catfishing que cree estar ligando con Brad Pitt.

—Lo siento, señora —dijo al fin—. No tenemos ningún pasajero con ese nombre en camarotes individuales.

Muy bien, Rosa. Ahora cree que eres una loca que persigue a un amante imaginario. Excelente trabajo.

Fui por el último intento. Saqué el móvil y abrí la foto que le había hecho a Lisa, donde Adrián aparecía en el cóctel de bienvenida: sonriente, elegante, peligrosamente encantador.




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