Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 16. El fantasma del comedor

Rosa

El restaurante donde la noche anterior celebramos la cena del capitán estaba tan impecable que parecía recién planchado por una flota de mayordomos suizos. Las mesas estaban alineadas con una precisión militar, las copas brillaban con un entusiasmo que sugería intervención divina y el aire olía a café de máquina industrial, ese aroma que podría resucitar a los muertos.
Ojalá.

Respiré hondo. Si Adrián había estado vivo —o muerto— en algún rincón de este barco, lo más lógico era buscar pistas en el último lugar donde lo vi con vida pública. Mi cama no contaba, especialmente porque de allí desapareció como si yo hubiese mezclado somníferos con imaginación desbordada.

Entré al restaurante con el paso firme de una mujer que no está a punto de colapsar, sino de exigir un reembolso. Actitud, ante todo. Si parecía una turista rica y aburrida, nadie sospecharía que estaba investigando un robo, un cadáver evaporado y quizá mi propia salud mental.

Me dirigí al bar. Si él había bebido, si habló con alguien, si compró aquí esa botella de vino… el camarero debía recordarlo.

Pero lo único que encontré fue una barra impecable y un camarero que me miró como si estuviera clasificándome entre “deja propina grande” o “pide agua caliente con limón y arruina mi turno”.

—Disculpe —dije con mi sonrisa diplomática número 3, la que uso para negociar con recepcionistas, camareros y farmacias saturadas—. Ayer estuve aquí en la cena de gala y un hombre perdió esta cartera. ¿Ha visto a este hombre?

Le mostré la foto de Adrián.

El camarero la observó un microsegundo, como si realizara un escaneo facial profundo, y después parpadeó dos veces antes de negar lentamente.

—Lo siento, señora. No me suena.

Respiré hondo. Si hubiera podido, le habría agarrado la cabeza con ambas manos, presionado su cara contra la mesa y susurrado con cariño homicida: “¿Cómo que no te suena? Ese hombre podría anunciar una colonia llamada Misterio Fatal y tú estás rodeado de gente con quemaduras solares de segundo grado, niños y ancianos.”

Pero recordé que soy una mujer elegante. A veces.

Así que sonreí, saqué un billete de cien dólares y lo dejé sobre la barra con suavidad quirúrgica.

—¿Y si piensas con calma? —pregunté, ladeando la cabeza como si estuviéramos en una sesión de meditación guiada.

El billete desapareció tan rápido que juraría que el camarero tenía entrenamiento militar.

—Sí… algo recuerdo —sonrió, como si su cerebro hubiese encendido el modo “memoria premium”—. Él estuvo aquí. Aunque no tenía invitación.

Perfecto. Estaba mintiendo o diciendo la verdad, ambas opciones útiles.

Saqué otro billete y lo deposité en la barra, pero esta vez lo sostuve con dos dedos, cual pescador que no suelta el anzuelo hasta que el pez se compromete emocionalmente.

—¿Cómo dijo que se llamaba?

—Señor Didier —respondió él sin titubear—. Dijo que había olvidado la invitación en su camarote… pero que le daba pereza volver por ella.

Adrián perezoso. Encantador. Falso. Check.

—¿Y cuál era su camarote? —pregunté con la inocencia de una víbora.

El camarero frunció los labios.

—No lo recuerdo.

Levanté el billete un milímetro más, cual sol que invita a la fotosíntesis.

De pronto, su memoria alcanzó niveles de prodigio olímpico.

—El 222 —dijo.

—Gracias —respondí.

Guardé mis billetes —bueno, los que sobrevivieron— y salí casi corriendo del restaurante. Ni detective profesional ni nada: Rosa Vainberg, versión “modo persecución”. Tenía un número de camarote y apellido de un estafador que me debía respuestas.

Fuera de mi camino, mundo. Yo tengo un cadáver posiblemente vivo que encontrar.

Y, como si el universo tuviera humor negro, mi teléfono vibró. Miré la pantalla.

Lisa.

Mi hija embarazada, sensible y feliz. La última persona del planeta que podía enterarse de que su madre había amanecido con un cadáver guapo y había perdido un collar millonario.

Respiré hondo, activé el modo actriz principal y contesté.

—¡Mi amor! —entoné con tanta dulzura que podía haber producido caries—. ¿Cómo estás?

—¡Mamáaa! Cuéntamelo todo. ¿Qué tal el crucero? ¿Qué tal papá? ¿Estáis bien? ¿Lo estáis pasando genial? Porque papá no me manda fotos y me tiene nerviosa…

Sentí cómo una gota de sudor frío recorría mi espalda. Claro que Daniel no mandaba fotos. Estaba demasiado ocupado intentando no volverse loco, no dejar huellas y no contar a nadie que quizá éramos cómplices involuntarios de un asesinato inexistente.

—Tu padre… —improvisé— está estupendo. Muy contento. Muy… activo.

En cuanto la palabra salió de mi boca, quise morderme la lengua.

—¿Activo? —preguntó Lisa, riéndose—. ¿Qué está haciendo?

Pensé: ¿qué hace Daniel normalmente? Evitar responsabilidades, beber cerveza y discutir conmigo. Nada que suene a activo. Necesitaba una actividad que sonara convincente y que explicara su ausencia.

Y entonces solté la mayor fantasía jamás contada:

—Se ha apuntado a buceo —dije.

Silencio.

Y después, una carcajada tan fuerte que tuve que apartar el móvil.

—¿Papá? ¿De verdad? ¡Mamá, por favor!

—Pero tú misma le dijiste, que es muy bonito—dije con dignidad absurda—. Está bajo el mar, feliz como una sardina optimista.

Sentí mi cerebro salir de mi cuerpo para darme una bofetada.

Pero Lisa suspiró emocionada.

—Me alegro tanto… Últimamente os notaba tensos.

No tensos, hija. Cerca del colapso, pero bueno, detalles, que tú, mi amor, no debes saber.

—Este viaje nos está viniendo muy bien —mentí—. Mucho.

—¿Me mandáis una foto juntos?

La pregunta me golpeó con la fuerza de un remolino. Casi solté el teléfono.

—Claro, cariño. Luego te mando una.

Un camarero pasó tan cerca que casi se lleva mi bolso consigo, y yo giré instintivamente. Mi cerebro estaba partido en dos: una parte analizaba cada rincón buscando rastros de Adrián; la otra representaba el papel de “madre enamorada en crucero romántico”.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.