Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 17. El hombre que quería devolver la paz

Daniel

Lo admitiré solo aquí, porque si lo digo en voz alta Rosa me tira por la borda: cuando el cadáver desapareció, yo respiré. Pero respiré como si me hubieran quitado un piano de cola del pecho. Ese muerto —Adrián, o como quiera que se llamara, el tipo que intentaba seducir a mi mujer, pero decidió morirse en el intento en nuestro camarote— era un problema demasiado grande para unas vacaciones demasiado caras.

No sabía quién podría haber matado a ese desgraciado sin testigos, sin sangre, sin un daño evidente y de manera tan sospechosa, pero estaba seguro de que Rosa no tenía nada que ver. Por eso yo ya imaginaba cómo iba a llevarlo a cuestas, con mi espalda jodida, hasta el piso de abajo. Un trabajo digno de Hércules, pero sin músculos ni gloria. Y de repente, puff, desapareció. Como si el barco lo hubiera absorbido.

Pensé: Qué suerte, por fin algo me sale bien en la vida.
Pero claro… no contaba con mi esposa.

Rosa, mi adorable tormenta caribeña, lejos de relajarse, entró en fase volcán activo cuando descubrió que el collar de diamantes —ese dichoso regalo de la madre de Iván, de valor absurdo— también había desaparecido.

Pero aquí viene mi parte favorita: yo no estaba preocupado por el collar.
Un collar es un collar. Un muerto es un muerto. Entre perder un objeto —aunque de valor millonario— y arriesgarme a pasar veinte años en prisión, créeme, la elección es sencilla.

El problema es que Rosa no lo veía así. Para ella, aquello era un tesoro perdido, un misterio, una traición, una falta de respeto universal, una especie de señal divina de que todos la estafaban.

Yo, mientras tanto, tenía teoría más terrenal.

Adrián tenía un enemigo o un cómplice con quien robaba a turistas confiadas como Rosa. Se pelearon, el tipo lo siguió hasta nuestro camarote, entró cuando Rosa estaba dormida —probablemente drogada por el propio Adrián— y lo liquidó.

Luego el asesino se asustó por algo, agarró lo primero que vio —el collar— y dejó el cuerpo tirado como decoración macabra. Luego, cuando bajamos a desayunar, regresó y se llevó tanto el cadáver como la botella de vino, pensando que íbamos directos a denunciarlo.

Lo peor fue cuando Rosa me dijo que había visto al cadáver viviente, que el tipo caminaba, respiraba, que la saludó o algo así. Y yo no me atreví a decirle que estaba delirando; solo asentía, sonreía y deseaba tomar un ibuprofeno mental, la sagrada cerveza, para pensar con tranquilidad cómo calmarla.

Ahí entendí que mi misión en este crucero era salvar la estabilidad mental de mi esposa antes de que empezara a acusar al capitán, a las camareras o a algún niño inocente de ser cómplice de un cadáver viviente y del robo del collar.

Así que, en un arranque de genio o locura —no lo tengo claro— se me ocurrió una idea tan brillante como absurda: comprar una réplica del collar. Algo barato. Y fingir que había aparecido milagrosamente, igual que desapareció el cadáver.

Pensé que así dormiría tranquila, dejaría de perseguir muertos y quizá tendríamos un poco de paz hasta Barbados. Por cierto, la idea de volver a casa antes de tiempo me parecía estupenda.

Pero había un pequeño detalle: tenía que hacerlo rápido.
Así que fui a la primera joyería del barco que vi.

Una empleada apareció en cuanto vio mi cara. Probablemente detectó desde lejos la energía de “hombre casado al borde del colapso”.

—¿Puedo ayudarlo en algo, señor? —preguntó con esa sonrisa diplomática que solo usan para clientes que parecen a punto de gastar dinero o de llorar.

—Necesito… —tragué saliva— una réplica. De un collar.

—Claro, ¿qué tipo de collar?

Suspiré, saqué el móvil y le enseñé la foto de Rosa luciendo la joya antes de la cena de gala.

La empleada tomó la foto, frunció los ojos y… sonrió. Pero no una sonrisa normal. Una sonrisa rara.

—Ah… —susurró, con reverencia—. Cartier.

Asentí lentamente, como si supiera lo que estaba haciendo.

—¿Lo conoce? —pregunté, esperanzado.

—Sí, claro —respondió demasiado alegre—. Estas piezas aparecen a veces en revistas del corazón, en alfombras rojas, en bodas… en herencias. Son populares entre algunas familias europeas y las estrellas de Hollywood.

¿Populares? ¿En familias europeas, Hollywood? Sí, claro… pero no en mi casa.

Empecé a sudar frío. Entendí en qué lío nos metieron los Solen.

—¿Quiere una réplica exacta? —preguntó.

—Sí —respondí demasiado rápido—. Exacta. Idéntica. Que mi mujer no pueda distinguirla.

Ella sonrió, profesional.

—Podemos hacer algo similar, pero no exacto, señor —dijo con elegancia—. No trabajamos directamente con Cartier, pero podríamos copiar el estilo con algunos cambios. Eso sí… —hizo una pausa teatral que me dio tiempo a arrepentirme de nacer— tardaría unos días.

Perfecto. Lo que me faltaba.
Días. En plural. Como si yo tuviera ese lujo. En dos días estaríamos en Barbados.

—No —dije casi suplicante—. La necesito exacta. Una copia perfecta. Gemela. Indistinguible. Que ni un microscopio se dé cuenta.

Ella parpadeó.

—En ese caso… —dijo observándome con respeto súbito, como si acabara de confesar que era accionista de Cartier— le recomiendo subir a la planta seis. La joyería de arriba sí trabaja con la marca. Ellos podrán ofrecerle algo más… preciso.

Traducción:
“Lo suyo es demasiado caro para nosotros, pero arriba quizás lo traten como el rey que aparenta ser.”

Respiré hondo y subí. Con miedo de que en la planta seis hubiera un cajero automático conectado directamente con el infierno.

La joyería de arriba no era una tienda: era un templo. Un templo al dinero. Al lujo. A la humillación económica.

El pasillo brillaba más conforme me acercaba, como si los focos detectaran automáticamente mi nivel de saldo bancario para juzgarme. La alfombra era tan gruesa que casi me traga un zapato. El aire olía a lo que imagino que huele una cuenta offshore: caro, frío y completamente fuera de mi alcance.




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