Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 18. Rosa y su investigación.

Daniel.

Respiré hondo, apreté el teléfono como si fuera un detonador nuclear y marqué el número de Iván. Un número que pensé que jamás en mi vida iba a necesitar.

—Hola, Daniel —respondió al tercer tono, con esa voz tranquila de gente cuyas inversiones generan más mientras duermen que yo en un mes despierto.

—Iván… hijo… ¿estás ocupado?

ERROR. Esa frase olía a “voy a pedirte dinero” desde Marte. Seguro que su radar de millonario se activó de inmediato.

—Un poco, pero dime. ¿Todo bien en el crucero?

—Sí, sí, todo bien… Rosa está feliz… yo también… estamos muy agradecidos por este regalo —intenté sonar alegre, pero salió la voz de un rehén leyendo un comunicado.

Iván no era tonto. Sabía que no llamaba solo para agradecerle. Hubo un silencio.

Un silencio caro.

—Daniel… ¿pasa algo?

"Sí, pasa que estoy intentando comprar un collar falsificado para que tu suegra deje de ver muertos vivientes."
Pero obviamente no podía decir eso.

—No, nada grave. Solo… quería pedir una cosita… pequeñita…

—Ajá —respondió con ese tono que significa: “ya sé que viene una explosión financiera.”

Yo sudaba, aunque el aire acondicionado estaba a nivel pingüino feliz.

—Verás… —tosí— surgió un pequeño imprevisto económico.

Otro silencio.
Este sonó a que abría una hoja de Excel mental para calcular el riesgo de prestarme dinero.

—¿Qué tipo de imprevisto? —preguntó.

Momento creativo.

—Quería comprar un… recuerdo para Rosa. Un detallito. De este viaje. Nada raro. Solo que… bueno… resultó un poco más caro de lo esperado.

—¿Cuánto?

Ay, Dios.

—Diez mil —susurré, esperando que un trueno tapara mi voz. El cielo decidió no colaborar.

—¿Cómo? —preguntó Iván, calmado como un monje tibetano.

—Diez… mil —repetí—. Te lo devolveré en un año. Necesito el dinero ahora mismo.

—Nada de devolver, Daniel. Somos familia. ¿Dónde lo mando? ¿A tu cuenta o a la tarjeta del crucero?

—A mi cuenta —respondí rápido—. No quiero que Rosa sepa nada de la sorpresa… ya tú sabes cómo es con… el aniversario, la ilusión, todo eso.

—Ajá —Iván sonrió—. ¿Quieres que te mande algo más que diez mil?

—No. Diez mil está perfecto —mentí con la velocidad del rayo—. Pero por favor, mantén esto en secreto. Absoluto. Total. Que nadie sepa. Ni Rosa. Ni Lisa. Ni tu madre. Ni tu contable. Ni Shakira. Nadie.

—Daniel… ¿estás seguro de que estás bien?

Me imaginé mi cara. Debía parecer un cuadro renacentista titulado “Hombre al borde del colapso.”

—Estoy perfectamente —mentí con la serenidad de un náufrago abrazando una tabla podrida—. Y te juro que te lo devolveré. Con intereses. Como quieras.

Él rió. Esa risa de los que no deben dinero a nadie.

—No hace falta, Daniel. Si lo necesitas más, te lo presto.

—Gracias, hijo. De verdad. Gracias.

—Me alegro de que estén disfrutando. Dale un abrazo a Rosa.

—Lo haré —respondí, sabiendo que ese abrazo se lo iba a dedicar al sacrificio de mi dignidad.

Cuando colgué, miré el mar desde el ventanal. Todo azul, sereno, perfecto.

Yo, en cambio, estaba hundido en deudas, en líos, en un crucero con cadáver evaporado y en una misión absurda para comprar un collar falso que evitara que mi esposa se convierte en Miss Marple.

Cuando colgué, me quedé mirando el mar desde el ventanal a la cubierta. El horizonte se veía tranquilo, azul, perfecto.

Yo, en cambio, estaba hundido en líos, en un caso de cadáver evaporado y en una misión ridícula para comprar un collar falso para calmar a mi esposa que perseguía fantasmas.

Y aun así… estaba más tranquilo, porque esperaba un mensaje de mi banco, diciendo que diez mil dólares llegaron a mi cuenta.

Respiré y decidí ir a tomar una cerveza. El teléfono sonó justo cuando yo estaba entrando en el ascensor. No era banco, era Rosa.

—¿Qué quieres?

—Daniel, ven ya. —Su voz estaba afilada como una navaja.

—¿Dónde estás?

—En la segunda planta en pasillo del camarote 222. Necesito tu ayuda.

Tragué saliva.
Porque cuando Rosa usaba ese tono, no era para pedirme flores. Era para anunciar que algo grave estaba a punto de estallar… y seguramente me tocaría recoger los pedazos.

Corrí por el pasillo, porque correr siempre es la mejor opción cuando el desastre tiene su nombre.

Cuando llegué, la encontré pegada a la pared del pasillo, con esa expresión suya de detective amateur mezclada con enfado profesional.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Ella me agarró del brazo y me arrastró hacia la esquina como si yo fuera un accesorio prescindible.

—Necesito que me ayudes a entrar —susurró—. Ahora.

—¿Entrar… dónde?

Rosa me fulminó con los ojos.

En el camarote 222, Daniel. Te juro que a veces me pregunto si escuchas lo que digo.

—Rosa, eso es ilegal. Muy ilegal. Nos pueden echar del barco. Arrestarnos. Llamar a Interpol. Deportarnos a… a donde sea que deporten a turistas idiotas.

—Shhh —me tapó la boca—. Si Adrián está ahí dentro, tendrá MI collar. Y no voy a dejarlo escapar otra vez.

Intenté hablar, pero su mano seguía en mi boca.

—Muy bien —dijo ella, bajando la voz—: la limpieza dejó el carrito bloqueando el pasillo, cambio de turno, nadie mirando… es ahora o nunca. Solo necesito que vigiles mientras yo… hago lo mío.

—¿“Lo tuyo”? —pregunté cuando me soltó—. ¿Qué lo tuyo? ¿Qué piensas hacer?

Rosa se tocó el escote y sacó una tarjeta magnética.

Una tarjeta de camarote.

Yo la miré horrorizado.

—¿De dónde sacaste ESO?

Ella se encogió de hombros.

—Estaba en el carrito de limpieza. Abandonada. Y ya sabes lo que dicen: objeto sin dueño…

—Eso no lo dice ninguna ley del planeta, Rosa.

—Pues debería —respondió—. Vigila. Si ves a alguien, carraspea. Si viene personal, estornuda.… o sea, improvisa.




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