Rosa
Tengo que admitirlo —aunque jamás lo diría en voz alta, ni bajo tortura—: me gustó que Daniel se preocupara por mí. Sí, irrumpió como un rinoceronte con ansiedad y casi me provoca un infarto, pero detrás de su torpeza había algo real, algo cálido… algo que pocas veces muestra sin esconderlo bajo mil excusas. Ese hombre podrá ser despistado, exagerado y dramático, pero cuando piensa que estoy en peligro, se le activa un instinto que hasta me enternece.
Solo lo pensé por un segundo. Luego volvió a ser idiota y se me pasó.
No voy a mentir: cuando Daniel entró como loco al camarote 222, casi lo asesino yo misma. Si hubiera tenido un zapato en la mano, se lo estampaba en la frente. Pero tenía una misión. Una misión que solo una mujer con temple, instinto y cero paciencia podía llevar a cabo: demostrar que Adrián estaba vivo.
Porque sí. Está vivo. Mi marido podría decir todo lo que quiera, pero yo no soy idiota. Yo lo vi. Y sé lo que vi.
Y ahí estábamos: rodeados de un camarote tan limpio que olía a crimen organizado. Las sábanas perfectamente dobladas, la alfombra sin una mota de polvo, el baño reluciente como si lo hubieran inaugurado esa misma mañana. Demasiado perfecto. Demasiado sospechoso.
Daniel seguía detrás de mí respirando fuerte, como si acabara de subir diez pisos cuando apenas había corrido veinte metros.
—Rosa, esto es absurdo —murmuró mientras yo revisaba una papelera tan vacía que daba miedo—. Aquí no hay nadie. Y no hay pruebas de nada. Esto está impecable.
Lo miré con un sarcasmo tan afilado que, si fuera cuchillo, cortaría filetes.
—Claro, Daniel. Porque tú eres experto en ladrones, asesinos y muertos vivientes, ¿verdad? Tú mismo lo dijiste: “nadie vive en un camarote tan ordenado”. ¡Exacto! ¿Y sabes por qué? Porque lo limpiaron. Porque alguien estuvo aquí.
—O porque es un camarote vacío y esa alemana te dijo la verdad. Nuevos huéspedes aún no llegaron —replicó él.
—Ah, sí, claro, porque los camarotes vacíos tienen una camiseta usada y un pantalón corto en el armario. ¿Eso te parece normal? —dije y saqué una prenda con dos dedos—. Ten en cuenta que es de color azul, el mismo que llevaba Adrián en el simulacro.
Daniel se encogió.
—Podrían ser del huésped anterior.
—¿Y por qué no la quitaron? ¿Limpiaron mal o la dejaron porque sabían que alguien iba a volver? ¡Piensa, Daniel!
Él suspiró largo. Pobrecito. Qué vida tan dura la suya.
Me acerqué a la mesita de noche.
—Mira esto.
—¿Qué…?
—No hay bolígrafo. Ni bloc. Ni gorrito de ducha. Daniel, por favor…
—Tal vez las usaron y no las repusieron…
Lo miré con una expresión que dejó claro que su teoría era basura reciclable.
—Rosa, escúchame —dijo él—. Lo único que sabemos es que alguien pudo haber estado aquí. Pero no sabemos quién. Tú dices que Adrián. ¿Por qué él? ¿Qué sentido tiene?
—Porque no estaba muerto —repliqué—. Tú lo viste pálido y tieso. Yo lo vi caminando y sonriendo. Él está vivo y esas son sus cosas.
Daniel se frotó la cara, como si quisiera cambiar de cerebro.
—Necesitamos una prueba más contundente.
De repente escuchamos el “clic”. La cerradura. Los dos nos giramos hacia la puerta.
Alguien estaba entrando y hablaba con la chica de limpieza.
Daniel palideció como leche descremada.
—¡Dios mío, alguien viene!
—Ahora lo entiendes —lo empujé hacia el balcón. Abrí la puerta, lo arrastré y la cerré justo cuando la principal se abría.
—¡Rosa, nos descubren! ¡Nos meten presos! ¡Nos tiran del barco! —susurró mi marido.
—Cállate y escóndete detrás de la cortina —ordené.
Daniel respiraba como un toro asmático. Le di un codazo.
—¡Silencio!
Me acerqué al ventanal con el sigilo de una espía de serie barata, pero en el fondo estaba… uf, no quiero admitirlo… emocionada. La adrenalina me recorría como electricidad.
Me agaché en el balcón, me arrastré por la baldosa hasta la ranura entre cortinas para ver qué pasaba dentro del camarote. Y lo que vi me dejó helada.
Un hombre. Pero no era Adrián. No tenía ni su altura, ni su pelo, ni su cara de cabrón.
Este era más robusto, moreno y vestía el uniforme azul del personal del crucero. Se movía rápido, nervioso, como alguien que sabe que está haciendo algo que podría costarle el trabajo… o la cárcel.
Abrió el armario y sacó la ropa que hacía un minuto examinaba yo. Luego levantó el colchón —¡el colchón!— y sacó de abajo una bolsa de plástico. Una bolsa escondida con la delicadeza de un ladrón amateur.
Me mordí el labio. Aquí había gato encerrado. Y probablemente muerto. ¿Para qué esconder una bolsa debajo del colchón?
El hombre comenzó a cambiarse. Apurado. Como si tuviera un minuto exacto para desaparecer.
Y entonces…
El destino decidió hacerme un regalo. Cuando se bajó el pantalón para ponerse otro, algo cayó del bolsillo.
Un sonido metálico. Un destello.
Rodó por el suelo. Se deslizó justo hacia el ventanal.
Y lo vi ahí, brillando como una burla divina.
Mi collar.
Daniel respiró detrás de mí, pero me quedé sin aire. Sin palabras. Sin sangre.
Todo mi cuerpo se contrajo como un muelle. No dije nada. No grité. No me lancé al interior. Solo susurré, con la voz más fina del universo:
—Tiene mi collar.
Daniel me agarró del brazo inmediatamente.
—¡¿Qué dices?! —me susurró con voz de gallina atorada.
—Daniel… es mi collar.
Sentí cómo él se tensaba detrás de mí.
—¿Qué? —susurró, con voz de gallina atorada.
—Tiene mi collar —repetí, clavando la mirada en el brillo—. Ese hombre lo robó.
Daniel intentó apartarme para ver mejor.
—Déjame ver…
—¡Ni lo sueñes! —susurré feroz.
Tenía el corazón martillando, la respiración cortada, las manos temblando. Iba a decir algo, a saltar, a confrontarlo, a hacerlo confesar… pero justo en ese instante…
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Editado: 13.12.2025