Luna de miel, diamantes y cadáver

Capítulo 20. El puñetazo que no debería existir

Daniel A veces la vida te ofrece revelaciones dramáticas: descubres tu vocación y, años después, una mala lección te la arrebata, obligándote a reconstruirte desde cero. O encuentras el amor verdadero y, con el tiempo, ves cómo la llama se apaga hasta dejarte al borde del divorcio. Incluso puedes disfrutar de un atardecer en buena compañía, creyendo que el mundo aún tiene espacio para la calma… Y entonces, sin previo aviso, llega la revelación que te revuelve el estómago: el ladrón de tu mujer resulta ser el mismo tipo con quien compartías chupitos hacía apenas unas horas. En cuanto el hombre abrió la puerta del balcón y lo vi de frente, sentí un impacto frío, como si me hubieran vertido hielo líquido en el pecho. —¡Miguel! ¿Tú? —grité. Grité sin pensarlo, casi sin voz. Era él: Miguel, mi colega improvisado del vuelo, el tipo con quien compartí chistes estúpidos mientras esperábamos el baño libre, el que me invitó a un par de chupitos en el bar de la piscina, el que me escuchó hablar de mi vida como si fuera un confesor accidental. Y yo, idiota de mí, también le conté cosas que ahora se volvían dagas contra mí mismo. Cuando nos vio —a Rosa y a mí, medio escondidos tras el ventanal— su rostro cambió. Primero sorpresa. Luego miedo. Y luego una tensión peligrosa. Porque en su mano derecha, semiescondida tras la espalda, vi algo metálico. Cuando ajustó el ángulo, lo vi con claridad: un arma. Pequeña, compacta, pero un arma, al fin y al cabo. Rápidamente empujé a Rosa dentro del camarote y golpeé a Miguel, para apartarlo de nosotros, pero el hijo de puta no cayó, se tambaleó y en sus ojos vi claramente, que me va a matar. El agujero negro del cañón del arma muraba directo a mí. Todo se me congeló por un segundo. El aire dejó de entrar. La sangre dejó de moverse. El mundo dejó de existir. Solo quedó mi cuerpo reaccionando. El boxeador dentro de mí despertó como si alguien le hubiese gritado su nombre en mitad del ring. No hubo pensamiento. Ni decisión. Ni comprensión. Solo movimiento puro. La cadera giró. El brazo se tensó. Los nudillos se alinearon con precisión de campeonato. Y mi puño salió despedido con un impulso que no sabía que aún era capaz de producir. Impacté en su mandíbula con una fuerza brutal, tan limpia y directa que sentí cómo algo me crujía por dentro, como si mi propio cuerpo no estuviera listo para revivir ese pasado. Miguel giró como un muñeco golpeado por un martillo. El arma salió disparada de su mano, chocó contra la barandilla y cayó al vacío. Trató de agarrarse. Falló. Y cayó también. Lo vi desaparecer bajo el balcón. Solo un segundo. Un segundo que me atravesó como una lanza. Me quedé temblando, con el brazo aún levantado, con la garganta cerrada. Era como si hubiese abierto una puerta a un lugar al que jamás quise volver. —Rosa… —logré decir— lo maté… a Miguel. Rosa me miró como si yo fuera el culpable de la Tercera Guerra Mundial. —¿Lo conoces? —¡No sabía que era él! ¡Solo nos tomábamos unas cervezas juntos en el bar! —protesté yo, todavía con el puño temblando. Ella resopló. —Ay, Daniel… eres bueno, pero no listo. Vámonos. —Lo maté… Se cayó… —repetí temblando Pero Rosa ya no estaba mirándome. Había entrado al camarote con la velocidad de un rayo. —¡Mi collar! —exclamó, levantándolo con una expresión de triunfo. Yo seguía en shock, atrapado en un vacío que me apretaba por dentro. —Rosa… —repetí— yo le conté de… de esto. Del viaje. Del collar. Fue culpa mía… Ella me dedicó una mirada que mezclaba frustración, cansancio y una pizca de “lo sabía”. Yo no podía moverme. Sentía las piernas de gelatina, el estómago hundido, la conciencia hecha un desastre. Rosa volvió a mi lado, me tomó del brazo y me sacó del balcón. —Daniel, escúchame. Tenía un arma. Tú nos protegiste. No te quedes paralizado ahora. —Pero cayó… cayó por mi golpe. —¿Y preferías que el que cayera fuéramos nosotros? —preguntó con ese tono pragmático que solo ella tiene—. Vamos. Antes de que alguien suba. —Yo… yo no quise… salió automáticamente. Un reflejo. —Pues menos mal que ha sido un reflejo, porque si llegas a pensarlo, nos mataba a los dos —añadió, sacándome del camarote—. Vámonos antes de que alguien suba a revisar el ruido. Salimos del camarote 222, ella con el collar bien agarrado, yo con las piernas de gelatina. Mientras caminábamos por el pasillo, como dos delincuentes escapando de una escena del crimen, aunque al menos uno de nosotros. Claramente, era yo. Creía de verdad que había cometido uno. Cada paso retumbaba en mis oídos como un martillo golpeando metal. Pero no era el ruido del barco. Era mi conciencia. Lo maté… Dios mío… lo maté. Y era extraño —o quizá lógico— que esa frase me aplastara de un modo completamente distinto al día en que encontré el supuesto cadáver de Adrián. Aquel día, cuando lo vi tirado en la cama junto a Rosa, pálido, frío, con los ojos en blanco… sentí miedo, sí. Mucho miedo. Pero no era miedo moral. No era culpa. Era ese pánico básico de “ojalá esto no me salpique”. Ese deseo egoísta, casi instintivo, de no verme mezclado en algo que pudiera arruinarme más la vida. No quería líos. No quería ser sospechoso de nada. No quería explicar a nadie por qué estaba allí. No quería que Rosa se metiera en otro desastre monumental. Pero no me sentí culpable. No por él. No por su muerte. Simplemente, sentí una incomodidad histérica por haberlo encontrado. Yo no había hecho nada. Solo había estado en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Y eso era relativamente fácil de sobrellevar. Pero ahora… Ahora era otra cosa. Miguel no cayó por casualidad. No se desplomó solo. Yo lo había golpeado. Yo lancé el puño. Yo hice que su cuerpo chocara contra la barandilla y desapareciera hacia abajo. No sabía si había sido un reflejo, un automatismo, un acto de adrenalina o el viejo boxeador dentro de mí despertando de golpe tras años de silencio. Ni si había sido fuerza o miedo, técnica o instinto. Solo sabía que mi brazo actuó antes que mi cerebro. Y que Miguel cayó. Y me pertenecía a mí su muerte. A nadie más. Ahora el recuerdo de Adrián postrado en la cama me pareció de repente un mal chiste. Una ligera molestia comparada con esta agonía que ahora me cocía por dentro. Porque sentirte testigo de algo es desagradable… …pero sentirte autor de una muerte es devastador. Rosa tiraba de mí del brazo para que siguiera corriendo. —Acelera, Daniel —me ordenó, con los dientes apretados. Pero mis piernas parecían de cemento. Y mi respiración era un serrucho oxidado raspando mis pulmones. —Se cayó… —jadeé, como si confesara un pecado—. Se cayó por mi culpa… —Ya te dije que no lo digas en voz alta —susurró ella, clavándome una mirada que intentaba ser calmante, pero solo conseguía recordarme que esto era real—. Fue defensa propia. Y punto. ¿Me oyes? No la oía. O la oía, pero mi cerebro no daba abasto. Porque en mi cabeza solo había dos escenas, superpuestas, alternándose como un carrusel frenético: Adrián muerto. Miguel cayendo al mar. Uno era un problema ajeno. El otro… era mío. Y ese contraste me partía el pecho en dos.




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