Rosa
Corríamos por el pasillo como dos fugitivos recién escapados de una película mala, pero yo todavía tenía la mente lo bastante clara como para ver el anuncio luminoso parpadear sobre nuestras cabezas.
"Atención pasajeros. El barco zarpará en treinta minutos. Les rogamos dirigirse a sus camarotes."
Treinta minutos.
Treinta miserables minutos.
Y entonces lo entendí. Como un fogonazo. Como si hubiera estado esperando esa frase toda la vida. La idea se me clavó en la cabeza tan rápido, tan natural, que casi me sorprendió no haberla pensado antes.
Había que bajarse del barco. Ya.
El camarote estaba cada vez más cerca, pero mis pensamientos iban más rápido que mis piernas.
Daniel respiraba como si arrastrara un piano atado al pecho. El pobre iba en shock, temblando como si todavía tuviera a Miguel colgado de la mano. Yo no tenía tiempo para lamentos. No ahora.
Porque, por primera vez en todo este desastre, ya no había duda. Ahora sí teníamos un muerto a cuestas.
Ahora sí había sangre —aunque no la viera, aunque no hubiese una sola gota— pegada a nuestras decisiones, a nuestras torpezas, a nuestras casualidades mal encajadas.
Ahora sí la cosa había dejado de ser un episodio de celos paranoicos, un robo absurdo o una comedia negra digna de contarse en una cena con vino barato.
No. Esto ya no era eso.
Esto era crimen. Crimen real. Con todas sus letras, con su peso, con ese olor metálico que ni siquiera necesitas oler para que te persiga. Crimen que te exige pensar rápido, más rápido que el miedo.
Sentí cómo mi estómago se cerraba. Y, aun así, mi cabeza trabajaba.
Fría.
Rápida.
Firme.
Porque podía permitirme casi todo: rabietas, gritos, discusiones, paranoias. Pero irme a la cárcel no estaba en mi lista de caprichos.
Si nos quedábamos a bordo hasta llegar a Barbados, pasado mañana, sería el fin.
Era cuestión de tiempo que alguien notara que Miguel, el feliz “trabajador” del crucero, no había vuelto a su puesto.
Buscarían cámaras.
Verían quién entró en el camarote 222.
Verían a Daniel. Me verían a mí.
Nos verían los tres juntos.
Y quizá verían incluso su caída.
No.
No podía dejar que eso ocurriera.
No después de todo lo que había pasado.
No después de que Daniel hizo lo impensable, protegernos. Proteger a mí.
—Rosa… —jadeó él, apenas respirando—. Se cayó… se cayó por mi culpa…
—Cállate —le ordené—. No lo digas en voz alta. Ni en tu cabeza si puedes evitarlo.
Él seguía temblando. Yo seguía pensando.
Había que salir.
Punto.
No era un plan. Era un instinto. Una obligación.
Entramos en nuestro camarote y cerré la puerta, aunque sabía que no serviría de mucho. Daniel se dejó caer contra la pared, pálido, como si hubiera corrido más allá del corredor de la muerte.
—Rosa… —dijo él, medio llorando, medio muerto—. Le di… ese golpe… yo… yo lo tiré…
—Daniel, por favor, deja de castigarte —respondí sin mirarlo, porque si lo miraba tal vez sí me quebraría—. Tenía un arma. Nos apuntó. ¿Quieres que te recuerde eso? ¿O también lo vas a olvidar?
No respondió. La culpa le estaba comiendo el alma a bocados. Lo oía en su respiración entrecortada, en el modo en que apretaba y aflojaba los dedos como si todavía sintiera el impacto en sus nudillos.
Pero a mí me quedaba una parte que él no tenía activa: supervivencia.
Y verla tan clara me dio casi un escalofrío.
—Daniel —le dije—, escúchame bien. Vamos a bajar del barco. Ahora.
Él levantó la cabeza, aturdido.
—¿Qué…? Pero… faltan treinta minutos.
—Exacto —respondí—. Y en treinta minutos este barco se convierte en una prisión flotante. En dos horas, seremos sospechosos de asesinato. En un día, estaremos declarando ante la policía de Barbados. Y en tres, estaremos compartiendo celda con gente que tiene más músculo que paciencia.
Vi cómo le cambiaba la expresión.
Un poco de miedo.
Un poco de cordura.
Y un poquito, solo un poquito, de confianza en mí.
—No puedo… no puedo pensar ahora mismo, Rosa —susurró—. No sé ni respirar.
—Por eso pienso yo por los dos —dije acercándome, tomando su cara entre mis manos y obligándolo a mirarme—. Daniel, mírame. No estamos muertos. No estamos atrapados. Tenemos salida. Pero tiene que ser ya.
Él tragó saliva.
—¿Qué salida…?
Sonreí. No una sonrisa alegre. No una cariñosa. Una sonrisa afilada, de esas mías que salen cuando el mundo se vuelve en mi contra y se atreve a retarme.
—Vamos a fingir que tienes un ataque de ansiedad —dije.
Él me miró como si acabara de sugerir saltar al mar en pijama.
—¿Qué…?
—Un ataque fuerte —insistí—. No es mentira. Estás en shock. Solo tenemos que exagerarlo un poco. Pánico. Mareo. Dificultad para respirar. Diré que necesitas bajar ya, que te llevo al hospital más cercano. Los de seguridad preferirán dejarnos ir a tener que cargar con una urgencia médica.
—Rosa, no sé si—
—Daniel —lo corté, sintiendo cómo la adrenalina me empujaba por dentro—. O lo haces… o nos hundimos con este barco.
—Rosa… —murmuró—, ¿y si ya lo han encontrado…?
Me acerqué a su cara, muy seria.
—Si lo han encontrado, mejor que no estemos aquí cuando decidan buscarnos.
Lo vi tragar saliva otra vez.
—Vamos —dije—. Este barco no va a zarpar con nosotros dentro.
Me puse el bolso, aseguré el collar dentro —porque después de todo esto, ni muerta lo soltaba— y abrí la puerta.
Yo tenía miedo, claro que sí. Miedo de una forma que hacía años no sentía. Un miedo profundo, adulto, frío.
Pero también tenía una voluntad que podía aplastar ese miedo como quien pisa una cucaracha.
Porque no iba a permitir que el destino, el barco, Miguel, el collar o la incompetencia de nadie decidiera por mí.
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matrimonio en crisis, diamantes robados mafia, mal entendido
Editado: 13.12.2025