Daniel
Nunca pensé que el miedo pudiera sentirse tan… corporal. No era un simple nudo en el estómago: era como si alguien me hubiera instalado un motor oxidado en el pecho y lo hubiera puesto a vibrar sin aceite, cada latido chirriando como una máquina vieja. Corríamos por el pasillo —bueno, Rosa corría; yo hacía el esfuerzo heroico de no desmayarme— y cada paso me arrancaba un jadeo nuevo, como si estuviera pagando impuestos por respirar.
Debo reconocerlo: mi mujer se lució. Interpretó a la esposa desesperada con un talento que, sinceramente, nunca había visto en las cenas familiares cuando le tocaba fingir que le caía bien mi cuñado. Convenció a la tripulación en menos de un minuto de que necesitábamos bajar del barco ya, como si la vida de un hombre —mi vida— dependiera de ello.
Yo, por mi parte, no tuve que fingir nada. La certeza de haber matado a un hombre, aunque sin querer, aunque ese hombre tenía un arma, aunque fuese un ladrón, me tenía al borde del infarto auténtico. Parecía un saco de papas a punto de estallar en llanto. Todo natural.
Lo que ninguno anticipó fue la velocidad con que llegó la ambulancia. Yo esperaba algo más… “caribeño”. Un “llegamos en diez minutos” que significa cuarenta y cinco. Pero no: aquella ambulancia apareció en el muelle como si la hubieran teletransportado. Dios estaba claramente entretenido viéndome sufrir.
Los paramédicos bajaron con la energía de un equipo SWAT. Uno, un tipo joven con sonrisa de vendedor de colchones premium, abrió la camilla con un gesto tan elegante que casi me invitaba a recostarme como cliente VIP. El otro, un armario empotrado con chaleco reflectante, me señaló sin piedad.
—¿Es él?
—Sí, es él —respondió Rosa, ya rozando el histerismo—. ¿Quién más va a ser?
Yo solté un jadeo tan sincero que habría conmovido a cualquier actor de telenovela. El nudo en el pecho se apretó. Era ansiedad, culpa… y el desagradable presentimiento de que nos estábamos quedando aquí, en lugar de volver a casa lo más rápido posible. En ese instante, lo único que quería era aparecer en mi sofá, con mi tele encendida y una cerveza fría en la mano, convencido de que allí podría olvidar todo lo que había pasado.
El paramédico fortachón se inclinó hacia mí con la calma de quien ha visto gente realmente mala.
—Tranquilo, amigo. Ya está en manos del equipo médico.
—¿Puede subir a la camilla, señor? —añadió el otro.
—¿Subir? ¿A dónde? —pregunté con cara de niño que nunca había visto una camilla en su vida.
—A la camilla. Le llevamos al hospital —respondió el flaco—. Si no puede subir, le ayudamos.
—No, no, no… No quiero ir al hospital. Nosotros vamos a Barbados —intenté protestar, incapaz de meter más pánico en la frase sin sonar culpable de asesinato.
—No se preocupe, señor —insistió el joven—. Tenemos un hospital excelente. Muy buenos profesionales.
Sí, claro. Justo hoy necesitaba excelentes profesionales.
Miré a Rosa buscando apoyo, pero ella estaba demasiado ocupada negociando nuestra libertad con el otro sanitario. Entonces giré la cabeza hacia el barco, con la esperanza de ver por fin cómo se alejaba. Pero lo que vi me cortó la respiración.
Justo cuando los guardias empezaban a recoger la rampa, una figura bajó del barco.
Adrián.
El supuesto cadáver de Adrián. Caminando. Vivito. No tan coleando, pero definitivamente no muerto. Bajaba del barco con rapidez, como si simplemente hubiera ido a buscar hielo al bar.
Se me aflojaron las piernas. La camilla dejó de ser una molestia y empezó a parecer una bendición del cielo. Me senté sin pensar, derrotado.
No había duda. Rosa no deliró. Rosa no exageró cuando decía que lo vio en el simulacro. Y entonces me golpeó el pensamiento —esa bofetada moral que llega tarde, como siempre: si en aquel momento le creí… si en aquel momento lo detuve… o simplemente si fuimos a las autoridades del crucero y les contamos el incidente… nada de esto estaría pasando.
Rosa no habría estado aterrorizada. Yo no estaría sudando como un caballo enfermo. Y nadie habría muerto.
Adrián estaba vivo. Caminando. Y, lo peor: detrás de nosotros.
Mi cabeza se llenó de preguntas imposibles: ¿Dónde había estado? ¿Estaba con Miguel? ¿Sabía lo que había pasado? ¿Sabía que recuperamos el collar? ¿Venía por nosotros?
Pero había una respuesta que se imponía sobre todas las demás: teníamos que escapar. Y la única vía de escape era, paradójicamente, la ambulancia.
Me tumbé en la camilla como un mártir. Puse mirada vidriosa. Dejé caer un jadeo artístico. Rosa intentaba convencer a los sanitarios de que yo estaba mejor, de que no hacía falta hospital, ni médicos, ni nada. Pero yo sabía que un minuto más allí, y Adrián se enteraría de que nosotros bajamos del barco.
—Estoy realmente mal… —balbuceé—. Creo que sería mejor ir al hospital. Ahora mismo.
—¡No! —saltó Rosa, indignada.
—Sí —la interrumpí—. Luego hablamos. Rosa, súbete.
Ella me miró con esa mezcla suya de furia, desconfianza y “¿qué diablos estás tramando?”. No quería subir. No quería jugar más.
Lo que no sabía era lo que yo acababa de ver.
—¡Rosa, súbete! —le exigí, apretando su brazo con fuerza—. ¡Es la única manera!
Con cara enfadada se sentó a mi lado, el grandullón cerró la puerta y el flaco arrancó el motor.
Cuando llegamos al hospital, que resultó ser bastante grande y moderno, me dejaron en una sala blanca, fría y con olor a desinfectante barato, de ese que intenta aparentar esterilidad, pero huele más a “hemos fregado deprisa”.
El médico —un señor bajito, con más ojeras que entusiasmo— me tomó frecuencia cardíaca, presión arterial y saturación de oxígeno, me hizo mil preguntas tontas sobre si fumaba, si bebía, si estaba estresado. Quise decirle “¿estresado yo? Nada, solo tengo dos cadáveres. Uno resucitado recientemente y otro tirado por la borda, o sea lo normal”, pero asentí con cara de ciudadano decente.
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matrimonio en crisis, diamantes robados mafia, mal entendido
Editado: 13.12.2025